sábado, 31 de marzo de 2018

6.10 El Errante: las bestias de la guerra. Ep. 6.10

Tras debatir la idoneidad de usar la magia para acelerar la marcha viajan bajo los efectos del hechizo de velocidad. Con la necesidad de no encontrarse con nadie en su camino.


Durante medio día anduvieron sin problemas. Alcanzaron el río Bram y continuaron siguiendo su cauce. Las tierras sembradas se encontraban huérfanas sin sus dueños y el ganado pastaba apaciblemente junto al lecho del río. Ningún viajero se cruzó en su camino y solitarios llegaron a las cercanías de Herixar.
Shárika detuvo la marcha e hizo señas para que Ermis y Jhiral se reunieran con ellos.
–Si la memoria no me falla –comenzó a decir cuando se reunieron todos– conforme nos vayamos acercando a la capital de Xhantia nos iremos encontrando cruces de caminos que es aconsejable evitar.
–Es cierto –dijo Ermis–, además éstos se encuentran bastante transitados. Venía a decírtelo cuando os habéis detenido.
–Entonces lo mejor será dar un rodeo. Ermis, tú nos guiarás. Evita la gente.
–A la orden.
Reprendieron la marcha y Saera le preguntó a su mentor y maestro:
–¿Por qué evitamos a la gente?
–Ahora andamos cuatro veces más rápidos de lo normal. Si alguien nos viera levantaríamos demasiadas sospechas y algún odio enterrado, ¿no crees?
–Sí claro. Pero me hubiera gustado ver Herixar.
–Oh, no te preocupes por eso. No es gran cosa; un poblado de campesinos y ganaderos convertido en capital gracias a su céntrica localización. Lo único que lo diferencia al resto son cuatro grandes casas pertenecientes a los nobles jefes de los clanes y, por supuesto, La Asamblea, órgano regidor de Xhantia.
Al ver que la desilusión no se borraba del rostro de Saera añadió:
–Quizás más tarde.
–¿Cuándo?
–No sé. Uno o dos años, tal vez.
Rodearon la capital por una zona boscosa en el sur, atravesando riachuelos entre grandes helechos.
Ermis apareció de improvisto.
–Silencio –ordenó en susurros.
Con un gesto Shárika preguntó que sucedía.
–Un poco más adelante hay un grupo de gente junto a una estatua.
–Mudok –susurró Sebral.
–¿Qué? –Preguntó Ermis.
–El Gran Jabalí.
Al ver que su explicación no era comprendida continuó: –Da igual, sigamos con cautela y luego lo explico –dijo pidiéndole la conformidad a Shárika con los ojos.
–De acuerdo, pero no nos acerquemos demasiado.
Se acercaron a un claro permaneciendo escondidos entre las sombras de los árboles y helechos. En el claro, al que se llegaba por un estrecho camino desde el oeste, una gran estatua dominaba la escena a la entrada de una cueva de tétrico aspecto. A los pies de la estatua, que representaba una encarnizada lucha entre tres lobos y un enorme jabalí, la gente depositaba flores y comida.
–¿Qué están haciendo? –Preguntó Saera.
–Shh –le chistó Shárika.
–Ofrendas –le susurró Sebral–, están poniendo ofrendas a los lobos.
–¿Por qué? –Se aventuró a preguntar en susurros.
–Oh, no –se lamentó Jhiral que podía ver como el anciano se disponía a relatar algún hecho pasado con todo lujo de detalles–, otra vez no.
Sebral le miró protestando por la interrupción.
–Vale, pero se breve. Por favor.
Shárika sonrió. Cierto que el tiempo corría en su contra pero siempre era agradable oír al consejero relatar sus historias. Si lo hacía con mesura, sin extenderse demasiado, mejor.
–Hace tiempo, mucho antes de la creación de Xhantia y su anexión al reino de Lican para su posterior independencia de éste –comenzó a explicar–, el vasto territorio que comprendía el valle del río Bram (en su parte más alta) estaba bajo la opresión de Mudok, el Gran Jabalí: una entidad mítica a la que la gente se veía obligada a rendir pleitesía y adorar ofreciendo los más terribles sacrificios.
«Toda la región sufría el cruel dominio del animal. Ningún cazador pudo nunca acabar con él y derribaba ejércitos como si fueran trigo seco. En el abrigo de la oscuridad la gente rezaba a los dioses para que les libraran de ese demonio pero nunca recibían contestación.»
–Típico –susurró Shárika sorprendiendo a Saera. La cual a raíz de haberse educado en Ákrita era una fiel devota de los dioses.
–Sí, típico –siguió el exconsejero real–. Pero un día una manada de lobos liderada por un lobo blanco subió al valle huyendo de las persecuciones a las que eran sometidas en otros lugares.
«Al ver lo que les ocurría a estas gentes les propusieron un pacto: Ellos les liberarían del Gran Jabalí si los clanes del valle les permitían vivir en sus ricos territorios de caza. Se cuenta que esa fue la primera asamblea de Xhantia. »
–¿Y qué pasó? –Preguntó impaciente Saera.
–¿Tú ves algún jabalí? –Le preguntó Thomas.
–Efectivamente. La manada de lobos luchó contra el jabalí y los tres lobos supervivientes se dispersaron por el valle. Desde entonces hacen ofrendas en agradecimiento por su lucha y los clanes cambiaron sus nombres en su recuerdo: Lobo gris, Lobo blanco, Lobo cojo, etcétera...
 –Ya, muy bonito, ¿y si nos vamos? –Preguntó Ermis.



martes, 27 de marzo de 2018

6.9 El Errante: las bestias de la guerra. Ep. 6.9

El grupo de fugitivos sigue su ruta en busca de refugio en el reino de Lican. La cueva ha resultado ser un buen cobijo de la tormenta pero es hora de continuar camino. Quizás era hora de tomar métodos más «osados».



La mañana amaneció en calma, luciendo un sol de justicia. La hierba brillaba por efecto de los rayos de luz sobre el agua recién caída. Los alimentados riachuelos brincaban furiosamente entre sus encajonados cauces dando de beber a la fauna local que saludaba al nuevo día con especial jovialidad.
Lo primero que hizo Saera al despertarse fue buscar con la mirada a su compañero de juegos de la noche anterior.
–Se han marchado –le indicó Shárika.
Saera puso cara de disgusto pero no llegó a protestar.
Esto sorprendió a la exgladiadora. Pocos días antes hubiera exigido que volviera para jugar con ella como si fuera una mascota de palacio, ahora se resignaba y parecía aceptar las cosas tal y como eran.
Thomas y Jhiral montaban guardia en la entrada de la cueva mientras que Ermis se encontraba afuera explorando las cercanías. Shárika decidió esperar su vuelta para tomar alguna decisión.
Sebral, que había sido el primero en despertarse, se acercó a la legionaria con gesto dubitativo y le empezó a hablar con timidez.
–Verás. Es largo el camino que nos queda por recorrer, he meditado sobre ello y creo haber encontrado una pequeña “ayuda” que nos ahorraría varias jornadas de viaje.
–Y esa “ayuda”, ¿es de tipo mágica? –Preguntó recelosa, aunque de sobras conocía la respuesta.
–Sí. Así es.
Shárika desvió su vista del anciano para mirar a Thomas, afuera de la cueva, ajeno a la conversación.
Con cara de disgusto dijo:
–Es cierto que el camino es largo y cualquier “ayuda” es poca. Dime anciano consejero, mago, amigo, ¿estás hablando del Salto?
Sebral había oído muchas veces la palabra mago pero en boca de ella no había ningún matiz que la relacionara con el insulto que la gente solía mencionar.
–Me enorgullece que penséis en mí como si fuera tan poderoso mago mas el Salto es algo que sólo está al alcance de unos pocos y, aunque se me ocurre alguno que pudiera realizarlo, he de confesar que no me encuentro entre ellos.
–Ah –dijo Shárika con un deje de frustración. 
–Había pensado en un hechizo de velocidad, el cual sí se encuentra dentro de mis ahora mermadas posibilidades.
–¿Y cuanto ganaríamos con ello? –Preguntó pensativa. Si no era suficiente quizás no merecía la pena arriesgarse a otro enfrentamiento con Thomas. De hecho, a ella tampoco le gustaba la magia pero después de lo que había visto en este extraño viaje intentaba mantener la mente más abierta que el resto de la gente.
–Viajaríamos cuatro veces más rápido y en dos días alcanzaríamos el Puente del Destino.
Shárika tragó saliva. ¡Dos días! ¡En dos días cruzarían toda Xhantia!
–De acuerdo –confirmó–, esperaremos a que llegue Ermis.
–¿Y...? –Preguntó Sebral señalando a Thomas.
–No te preocupes, sabrá entenderlo. Yo me ocuparé.
No hablaron más. Sebral se sentó junto a Saera y Shárika marchó hacia la entrada de la cueva.
–Dime cariño, ¿cómo te encuentras? –Le preguntó a Saera.
–Cansada. Me quiero ir a casa.
–¿A Ákrita?
–¿Puedo?
–No, nadie puede –contestó Sebral–. Por eso vamos a Lican, para pedir protección a su rey, tu padrino.
–Yo no quiero protección –protestó Saera–, quiero a mama y papa.
–Lo siento pequeña –fue todo lo que acertó a decir mientras intentaba consolar las lágrimas de la princesa.
Shárika se acercó a Thomas.
–Jhiral –le llamó–, Thomas, escuchar. Todavía nos queda mucho camino para llegar a Lican.
–Unas nueve jornadas, señor– le interrumpió Thomas.
Shárika le miró fijamente haciéndole comprender que no debía de haberla interrumpido.
–Más o menos, sí. Pero las vamos a convertir en sólo dos jornadas.
–¿Cómo? –Se atrevió a preguntar Jhiral.
Era el momento. Si Thomas decía o hacía alguna impertinencia lo pondría en su sitio más rápido que el vuelo de una flecha.
–Con un hechizo de velocidad –les anunció.
–Me lo imaginaba –sorprendentemente fue Jhiral quien habló. Pero no había reproche o protesta en su voz, sino un tono jocoso, casi burlesco.
Thomas no protestó.
–De acuerdo –se limitó a contestar lacónicamente, sorprendiendo a Jhiral que lo miraba con la boca abierta.
Shárika no cambió su expresión hasta que volvió a entrar en la cueva.
–Ya está –le comunicó a Sebral con voz velada.
–¿Algún problema?
–Ninguno, parece que se está acostumbrado a la magia.



Sebral rió tímidamente.
–¿De acuerdo? ¿Desde cuándo Thomas el legionario está de acuerdo con la magia? –Le preguntaba Jhiral a éste en voz baja.
–Sólo dos días, de ocho a dos días. ¿No estás harto de este viaje?
–Sí pero...
–Además –interrumpió–¸ por ahora todo lo que ha hecho el mago ha sido ayudarnos. No le creo capaz de traicionarnos.
–Vaya, eso sí que es una noticia.
–Empiezo a pensar que la magia no tan mala como la pintan...
–... sino que depende de quien la use –terminó Jhiral.
–Exacto.
–Ya lo sabía.
–¡Piérdete!
–Luego. Dentro de dos días.
Los dos legionarios prorrumpieron en carcajadas.
Ermis llegó enseguida.
–El camino continua al norte para encontrarse con un gran río. Parecía que el camino seguía junto a éste pero no he ido más allá.
–¿Algún nativo?
–No, nadie.
–Sebral –le llamó Shárika indicándole que se acercaran él y la princesa con un gesto de la mano.
Una vez reunidos Sebral comenzó a pronunciar arcanas palabras para completar el hechizo.
–Ya está –dijo.
–Ya está, ¿el qué? –Preguntó Ermis.
–Ahora somos cuatro veces más rápidos –explicó la sargento–. Deberemos andar con cuidado para que no nos vea nadie. Ermis, tú continuarás delante explorando el terreno; si ves a alguien en el camino corres a comunicárnoslo y nos ocultaremos.
»Jhiral, a la retaguardia. No creo que con nuestra velocidad nos sorprenda alguien por detrás pero nunca se sabe. En marcha, vámonos.»

sábado, 24 de marzo de 2018

6.8 El Errante: las bestias de la guerra. Ep. 6.8

Al parecer el orgulloso pirata no era tan reticente como parecía. Para cumplir los deseos del Errante deberá navegar por el río. Una ruta hoy en día peligrosa. Pero el es un marinero experimentado, todo un pirata. Un marinero sin barco. Todavía.

El pirata cayó ágilmente en el empedrado de la calle con una técnica adquirida en años de aventuras en el mar. Protegido por el manto de la noche se deslizó por los callejones hasta llegar al puerto.
El puerto de Trípemes era famoso por no descansar en todo el día, y por la noche duplicar su actividad. Bajo las estrellas los almacenes destapaban sus mercancías de contrabando, las cuales, bajo las órdenes de groseros capataces, eran cargadas en los barcos para luego ser transportadas al interior, gracias a los sobornos de los adinerados mercaderes. Y junto a esos almacenes se agolpaban sucias tabernas para los cansados marineros. Oscuros negociantes y profesionales de inmorales profesiones se reunían junto a la cerveza y el salitre para cerrar dudosos tratos que no tardarían en traicionarse.
La Sirena Borracha pertenecía a uno de estos elitistas locales. Aunque aquel día estaba prácticamente vacío. La clientela que lo solía frecuentar descansaba en sus hogares debido al descenso de sus negocios por culpa de la inestable situación política: las rutas al interior no eran seguras y pocos barcos se aventuraban a cubrirlas. Pero a Shamer sólo le interesaba uno de sus habituales. Entró en el local e ignorando a los presentes se dirigió hacia una mesa donde estaba su objetivo.
El hombre; un obeso capataz vestido con una larga túnica verde ceñida a su cuerpo con un gastado cinturón del que pendía una espada en su lado izquierdo, devoraba con ansia una carne cebada con picante. La salsa impregnaba su barba canosa, el único pelo de su cabeza.
Shamer se situó frente a él. Se apoyó en una mesa y descansó su bota izquierda en el taburete más cercano.



–Buenas noches Silas –saludó jovialmente.
–Eran buenas. Hasta que llegaste.
Como respuesta un cuchillo voló de la pernera del pirata para clavarse en la mesa junto al plato de carne.
–Venga. Vamos. No me hagas enfadar.
–Piérdete.
–Eso intento.
–¿Por qué has venido? Aparte de para amargarme el desayuno, claro –preguntó mientras desclavaba el cuchillo para guardárselo entre los pliegues de su ropa–. Gracias.
–Quédatelo. Necesito un barco.
–¡Ja!
–Pero un barco especial. Uno que cubra la ruta del interior.
El rostro de Silas cambió de expresión. –¿Para qué? –Preguntó intrigado.
–Para ir a Ákrita sin responder preguntas molestas –contestó con un ademán para quitarle importancia.
–Siempre encontrarás preguntas molestas –sentenció.
–No si voy en un barco mercante que hace la ruta del interior hacia Ákrita. Un barco que pueda pasar los posibles controles del nuevo rey. El cual debe de estar deseoso de que se restablezcan las rutas comerciales con el mar.
Silas terminó la carne que le quedaba y después de limpiarse la salsa del rostro gracias a su sufrida manga izquierda eructó y dijo:
–Para ello necesitas una mercancía que vender y yo, gracias a los dioses, no la tengo.
–¿Si te la consigo me llevarás?
–¡Estas loco! ¿Crees que tengo algún interés en perder el cuello intentando restablecer una ruta comercial? Al infierno con Ákrita y sus necesidades. Y al infierno tú.
Shamer dio un bufido. Esto relamente asustó a Silas.
–No te pido que restablezcas ninguna ruta. Sólo que me lleves por ella.
–El riesgo es el mismo –contestó mientras maldecía la hora que se había levantado para ir a desayunar.
–El dinero no me sirve una vez muerto. Además, seguro que a la primera oportunidad intentarías apoderarte de mi barco y mi tripulación.
–Muerto aquí, muerto allí, es lo mismo –amenazó Shamer con cierta gracia.
Silas se secó el sudor con la manga manchándose el rostro de salsa. Lo ignoró.
–Necesitaré mercancía.
–La tendrás.
La maliciosa mente de Silas empezó a trazar un plan. Intentaría quedarse con la mercancía y lanzaría al pirata al mar.
–Está bien. ¿Cómo quedamos?
–En el muelle, enfrente de tú almacén. Dentro de una hora.
–De acuerdo.
Shamer dio media vuelta y se dirigió a la salida. A medio camino se giró y le gritó:
–Y no intentes jugármela viejo lobo de mar. Un solo movimiento sospechoso y tus tripas serán alimento para los tiburones.
Silas se quedó solo, meditabundo, empezaba a pensar que igual no había hecho tan buen trato como había pensado.

martes, 20 de marzo de 2018

6.7 El Errante: las bestias de la guerra Ep.6.7

La bella Sylvania reposa en la penumbra de su alcoba. Su habitación la abriga mientras meditaba sobre el coste real de la creación de un ejército mediante la magia. Su debilidad empezaba a ser patente. ¿Cómo iban a defender un reino tomado por la fuerza si ya no les quedan fuerzas para sostenerlo?


Era obvio que con el tremendo poder que requería la creación de los juggers –y sobre todo ahora que les había proporcionado mayor independencia– la idea original de crear un poderoso ejército de éstos había caído en saco roto. Sólo diez había creado y sus fuerzas, aunque hizo uso de ellas racionadamente, estaban tan mermadas que se sentía incapaz de realizar un simple hechizo de iluminación.
  Por eso, cuando el sirviente interrumpió su descanso en la oscura habitación, sus esfuerzos para alumbrar la estancia mediante la magia –como siempre le gustaba impresionar a sus subordinados– fueron vanos.
  –Los cazadores han llegado, mi señora.
  La noticia espoleó la adormecida mente de la hermosa Sylvania. Despidió al sirviente y cubrió su perfecto cuerpo con suaves telas oscuras. Se detuvo para observarse en el espejo. Estaba claro que no era el mejor rostro de su vida, pero no podía hechizarlo ni tenía tiempo para mejorarlo por medios naturales. Exasperada se dirigió a las cuadras. 
  ¡Los cazadores! Casi los había olvidado. Hacía un mes, después del tratado de paz con las tribus del norte, les había encargado la caza de todos los tigres dientes de sable que pudieran encontrar. Ahora volvían de las heladas tierras más allá de los montes de Numex con el fruto de su expedición. 



  No podían ser más oportunos: originalmente los tigres serían usados para la creación de los juggers produciendo una amalgama más poderosa y resistente que el original. Mientras bajaba las escaleras pensaba en crear otra especie de guerrero. Otra criatura posiblemente menos inteligente que los juggers pero igual de poderosa gracias a la materia base, quizás un hechizo más sencillo. Uno en el que se pudieran usar runas que facilitaran su creación.
  Las cuadras bullían de agitación. Los cazadores habían sido recibidos con reticencia a pesar del reciente tratado. Los fieros rostros norteños examinaban los asustados guardianes que les tenían rodeados. Si bien ninguno de los dos bandos mostró sus armas desnudas la tensión se podía cortar con un cuchillo cuando Sylvania apareció.
  –¡Dejadles! –Ordenó autoritaria. –Dejadnos a solas.
  Su orden fue obedecida al instante quedando sola frente a los siete norteños. No le gustaba en absoluto pero no podía dejarse intimidar por aquellos bárbaros.
  –Os fuisteis diez y volvéis siete –observó.
  –Toda cacería tiene sus bajas. Espero que éstas sean bien recompensadas –dijo el norteño más cercano a ella. Un rubio barbudo cuyas largas melenas caían sueltas en sus hombros cubiertos por gruesas pieles blancas sujetas en su cintura por un ancho fajín de cuero.
  –Si la mercancía lo merece lo serán sin duda alguna.
  –Podéis comprobarla si os place –le dijo otro rudo norteño señalando el carromato que tenía a sus espaldas con su pulgar.
  Ella pasó entre ellos aparentando serenidad, se acercó a la bestia peluda que tiraba el carromato de cuatro metros de largo por dos de alto; lleno hasta arriba de los cadáveres de los blancos tigres del norte.
  –¿Sólo traéis estos?
  –Oh no. Hay muchos más –le dijo el primer cazador señalando más allá de las cuadras.
  Nueve carromatos de igual tamaño esperaban en fila india traspasando los límites del castillo.
  –¿Cómo habéis conseguido tantos ejemplares en tan poco tiempo?
  –Desde que el Errante acabó con la gran serpiente del hielo se han quedado libres de su depredador natural. Durante dos años nosotros hemos sido los únicos que les hemos dado caza.
  El Errante, siempre el Errante. Lo único que había hecho bien su marido fue ordenar su ejecución cuando lo tuvo preso. “Demasiado peligroso para seguir con vida”, dijo. Ahora se arrepentía de haberlo liberado presa de la lujuria. No había tardado mucho en entrometerse en sus planes pero ahora además debía de estarle agradecida. Sentía como la cólera invadía su razón pero en un acto de autocontrol la apartó con un gesto de su cabeza.
  –Habéis cumplido con creces lo pactado. Creo que os habéis merecido un plus en vuestra paga.
  Sus palabras fueron recibidas con gritos de júbilo por parte de los cazadores.
  –Llevadlos al segundo pozo en construcción y después volver para cobrar vuestra paga. Un sirviente os guiará hasta allí y os traerá de vuelta.

viernes, 9 de marzo de 2018

6.6 El Errante: las bestias de la guerra. Ep. 6.6

A lo largo de sus aventuras el Errante ha hecho amistades y enemigos. Quizás sea la hora de recurrir a uno de ellos. Descansando en su habitación espera paciente que su llamada sea respondida y acuda a él.


El peso de las horas venció a la voluntad del Errante que cayó bajo los efectos del cansancio en intranquilo sueño en la aparente seguridad de su habitación. Las horas pasaron apaciblemente hasta cercana el alba, cuando una figura se descolgó ágilmente desde el techo de la posada hasta su ventana, por donde penetró sigilosamente acercándose al catre en donde reposaba.
Pese a ser un maestro en el arte del sigilo Shamer conocía lo suficiente al Errante como para saber que su entrada no había pasado desapercibida. Así pues, cruzándose de brazos al tiempo que agitaba levemente su elegante capa azul, se limitó a apoyarse en una pequeña mesita al otro lado de la habitación, se colocó bien el pañuelo de la cabeza y preguntó:
–¿Me buscabas?
–Sí, te buscaba –contestó incorporándose del catre.
–Pues empieza a escupir porque no quiero permanecer contigo más de lo necesario, perro.
El Errante echó un vistazo al visitante. Shamer vestía un pantalón verde holgado, en su muslo izquierdo un cinto sujetaba tres cuchillos, gemelo al del muslo derecho. Por armadura llevaba un peto de cuero con forma de escamas, del cual se sujetaba una capa azul claro gracias a dos adornos plateados de forma ovalada; El primero enganchado en la parte superior del pecho derecho, cerca del cuello, y el segundo en la parte inferior del pectoral izquierdo, unido al primero con una fina cadena de plata. De su cinturón no colgaba arma alguna, pero el Errante sabía bien que ocultos en su espalda llevaba siempre dos grandes cuchillos curvados. Un pañuelo negro cubría su rubia melena recogida en una coleta y una cuidada barba adornaba su rostro.
–Quiero encargarte una misión. Una misión peligrosa de la que quizás no salgas vivo –explicó mientras liaba un cigarro.
–Suena muy feo.
El Errante terminó de liar el cigarro, el fuego se encontraba al lado de Shamer. Con la mirada le pidió que se lo acercara pero el intruso hizo caso omiso de su silenciosa petición. El Errante se levantó y se encendió el cigarro situándose más cerca de Shamer de lo que le hubiera gustado.
–Es muy feo. Créeme.
–¿Y por que yo?
–Porque eres uno de los pocos que ha sobrevivido luchando contra mí. Y eso es mucho más de lo que pueden decir otros.
–Sobrevivir. ¡Ja! Si no fuera por aquella fulana despistada habría acabado contigo antes de que te dieras cuenta.
–Puede ser, y puede que no. Quién te dice que no sabía que te encontrabas escondido en ese callejón. Igual que ahora sé que agarras el cuchillo izquierdo mientras yo estoy de espaldas a ti.
Shamer retiró sus manos de su arma mientras tragaba saliva.
–¿De qué demonios se trata?
El Errante se giró mientras se volvía a recostar en el catre, fumó y expiró el humo. Mientras fijaba la vista en el techo, en sus travesaños de madera que sostenían el peso de la techumbre de teja.
–Entrar en Ákrita y descubrir todo lo que allí sucede. Luego quizás más.
–¡Estás loco!
–Puede ser. Pero necesito a alguien allí. Alguien que no desentone, quizás un pirata con un pañuelo en la cabeza. –Añadió irónicamente.
–Estás loco. Me pides que vaya a una zona en guerra, o peor.
–Así es. ¿Lo harás?
Hubo un momento de silencio en el que el pirata parecía meditar el asunto.
–¿Cuál es el plan?
–Eres un pirata, ¿no?
–Sí. –Más que decirlo lo silbó entre los dientes.
–Pues remontar el río hacia el Noreste y llegar así a Ákrita.
–¿Y cómo se supone que voy a remontar el río? Para eso se necesita un barco. ¿De dónde saco uno y ahora?
–No creo que eso te cueste mucho. Róbalo si así lo deseas, no me importa.
–¡Muérete! ¿Y por qué no vas tú?
–Me gustaría, pero tengo cosas urgentes que hacer. Pero no te preocupes, si necesitas una niñera creo que podré conseguirte una.
–Déjalo, si voy iré solo.
Shamer se sentó en la silla que se encontraba junto a la mesita. Empezó a desear no haber entrado en aquella habitación, por muchas ganas que tuviera de acabar lo que una vez hubieron empezado. Algo le decía que acabaría aceptando.
–¿Por qué debería hacerlo? –Preguntó. Más para él mismo que para el Errante, pero éste le oyó.
–Por dinero, tal vez –contestó.
–El dinero no me convencerá esta vez. Esta vez no.
–Está bien. Te lo diré bien claro. Mañana por la mañana cogerás un maldito barco en dirección a Ákrita, subirás por el río hasta la capital porqué es la última oportunidad que tiene un viejo pirata como tú para hacer algo realmente importante y redimirse frente a los dioses de todos sus pecados.
–No creo en la redención –contestó chasqueando la lengua contra el paladar mientras sus ojos buscaban algo de valor en la habitación. –Y no soy tan viejo como crees.
–Mejor, así no desentonarás con toda la calaña que deben de estar acumulando.
–Hombre, gracias.
–¿Lo harás entonces?
–A cambio de una condición. Cuando todo esto acabe volveremos a encontrarnos y acabaremos lo que entonces empezamos. Así sabremos quien de los dos es mejor.
–¿Estás seguro? Durante cinco años me has perseguido para terminar el combate y nunca has conseguido más que rasguños.
–Cuestión de suerte. La tuya, claro.
–Claro.
–Y me tendrás que pagar mucho dinero, muchísimo.
–Vale. Toma, ponte esto, no hay tiempo que perder  –le dijo mientras le lanzaba un pequeño brazalete cobrizo–. Con él nos podremos comunicar en la distancia como si estuviéramos juntos, como ahora.