sábado, 16 de junio de 2018

7.9 El Errante: las bestias de la guerra. -Apresados / el intercambio.

El auténtico rey de Tripemes frente a la leyenda viva del Errante. Ambos se conocen lo suficiente para no andar jugando con el otro. ¿O no?



-Anteriormente:
«–¡Te recuerdo que no estás en posición de exigir nada! –Le gritó levantado mostrándole su puño cerrado.
–¿Y quién de tus fieles va a impedirlo, necio?
No necesitó desenfundar ninguna katana. Frente al reto todos se echaron hacia atrás intentado confundirse con los muros del salón.»

Resignado al ver que su farol no había dado resultado Miklos se volvió a sentar en su trono.
–Sólo te lo diré una vez. Me darás ahora la redoma, o te la arrancaré de tu mano muerta.
–¿Te refieres a ésta? –Le preguntó mostrándole un pequeño frasco de cristal azul–. Como antes has dicho, teníamos un trato –le recordó balanceando el frasco entre los dedos–. ¿Dónde está el libro?
Con un rápido movimiento –que hizo que varios ladrones tropezaran entre ellos al saltar hacia atrás– abrió su bolsa y de ella sacó un libro encuadernado con una piel parda.
–Aquí –le indicó mostrándoselo.
Con un fino gesto Miklos indicó a un asesino situado a su derecha que se acercara a recogerlo.
–¡No! –Su voz retumbó y el asesino se detuvo asustado incapaz de continuar.
–Ven tú a por él –le dijo sonriendo.
Miklos estaba perplejo. Nunca nadie le había ordenado nada. Bueno, tampoco nunca nadie había irrumpido en su “fortaleza” –ni siquiera la Legión–, ni resistido sus ataques. Estaba perdiendo todo crédito y corría el riesgo de perder el mando de sus “tropas”.
–¡Levanta! Y no olvides el frasco.
Cuando antes se acabara mucho mejor, ya pondría orden en sus filas más tarde. Quizás tendría que cortar dos o tres, o veinte cabezas, pero volvería a tener de nuevo el mando y el poder.
Se levantó.
Lentamente se acercó al Errante.
–De acuerdo. Lo haremos a la vez; tú me das el libro y yo te doy este frasquito –le dijo balanceándolo delante de sus narices.
Vángar no digo nada. Con su mano derecha acercó un poco el libro a Miklos al tiempo que él le imitaba con la redoma.
El intercambio se realizó sin problemas.
Alegre, casi brincando, se acercó a su trono y se dejó caer sobre él.
–Sólo una pregunta: ¿Cómo lo conseguiste?
–Léelo. Está escrito en él, todo está escrito. Sólo has de pedírselo –y si Vángar sonrió nadie se percató de ello.
Miklos sonreía mientras acariciaba el lomo de la cubierta.
–¿Cómo consiguió el Errante el libro del Oráculo de Lotos?
El libro se abrió y las páginas se pasaron solas. Al detenerse Miklos pudo observar como éstas estaban en blanco.
–Vaya –observó frustrado.
En el libro las letras empezaron a aparecer como escritas por la invisible pluma de un espíritu escriba.
–¡Oh! –Exclamó asombrado–. El Errante detuvo su montura a las puertas de la Torre de Lotos, hogar del Oráculo de Lotos, en Tierra Seca –comenzó a leer en voz alta.
«Una voz bramó en el cielo: “¿Qué vas a sacrificar?”, preguntó. El Errante negó tal sacrificio y ordenó que se abriera la puerta.
»Los gigantes de piedra, antes meras estatuas decorativas, se convirtieron en carne al tiempo que rompían su inactividad. Bajaron de su pedestal entablando batalla con el Errante. Pese a la evidente desventaja numérica el Errante venció con facilidad a los gigantes y entró en la torre.
»Subió por su larga escalera de caracol sin encontrar oposición alguna y llegó a la cámara del oráculo.
»”Vengo a por el libro”, le avisó al anciano. “Lo sé. Cógelo, no te lo impediré”, le contestó el oráculo sin siquiera levantarse de su silla. 
»El Errante cogió el libro y se fue de la habitación sin oír como el oráculo le daba las gracias.
–¿Por qué te tenía que dar las gracias? –Preguntó Miklos extrañado.
Mas el libro contestó por él.
Una extraña e invisible fuerza empezó a succionar la sangre de todos los presentes, excepto de Vángar y de Miklos. Les salía de la nariz, de los labios. Los ojos estallaban para dejar escapar chorros rojos que caían violentamente en el suelo. Se escapaba por las uñas, se abrieron todos los poros y la sangre manaba de los cuerpos para deslizarse sobre el suelo hacia el trono.
La sangre se detuvo debajo del libro sostenido por temblorosas manos. Formó una columna para elevarse y ser absorbida por el lomo y sus páginas.
–¡Tú! ¡Lo sabías! –Le acusó al Errante.
–Sí.
Vángar alzó su mano derecha y un portal azul apareció junto a él. La fatiga le atacó instantáneamente obligándole a tambalearse para atravesar el portal.
Al otro lado unas manos fuertes, al mismo tiempo que delicadas, sujetaron a Vángar cuando trastabillaba por el césped.
Vángar levantó la vista: Una amazona le sujetaba mientras susurraba amables palabras.
–Aquí está –le dijo mostrándole el frasco–. Lo he conseguido.
Las tinieblas nublaron su vista y lo último que alcanzó oír fue el grito de la amazona llamando a su reina.

sábado, 9 de junio de 2018

7.8 El Errante: las bestias de la guerra. -Apresados / Teníamos un trato.

Tripemes es lo peor. Y de lo peor de lo peor está el inframundo. 



Las botas del Errante pisaban los secos charcos de sangre de los legionarios que decoraban morbosamente el pavimento del inframundo. Como era habitual nadie se preocupó de limpiar las pordioseras calles plenas de inmundicias y desechos. Los cadáveres descompuestos se amontonaban en los oscuros callejones confundiéndose legionarios y guardias del virrey con ladrones, asesinos y víctimas de los habituales atracos de la zona.
Pero Vángar caminaba con paso seguro, sus dos espadas enfundadas mostraban un claro desprecio por el clandestino ejército de Miklos. Su mano diestra sujetaba la correa de su petate que colgaba sobre su hombro derecho. En su mano izquierda portaba las cabezas degolladas de los tres asaltantes en señal de advertencia.
Al principio nadie se percató de su presencia pero conforme se adentraba en el estrecho laberinto de callejones la gente se empezaba a asomar por las ventanas de sus casuchas. La gente en la calle se apartaba de su paso, ladrones y asesinos por igual, buscando en sus corazones una chispa de valor para enfrentarse a él.
–No podemos fallar –susurró una voz en las alturas.
–Fallaremos –murmuraba otra sentenciando.
–No. Desde aquí no.
Sin detener su paso Vángar les miró directamente. Dos arqueros se encontraban en una de las múltiples pasarelas de madera y cuerdas que unían unas casas con otras.
–Nos ha oído.
–Imposible –les oyó decir el Errante.
Con un gesto de su dedo índice de su mano derecha Vángar les indicó que no lo intentaran. Ellos se apartaron de la barandilla de cuerdas mientras el Errante continuaba su camino permitiéndose una sonrisa.
Llegó un momento en el que la escoria del inframundo se agolpaba para verle pasar. Andando por un estrecho pasillo humano el Errante llegó a una gran plaza.
No había fuente ni estatua alguna, simplemente un suelo empedrado que servía como antesala a la “fortaleza” de Miklos. En la puerta de esta “fortaleza” –una simple casa de madera de tres pisos de altura– un enorme guardián vigilaba el paso. Desnudo de cintura para arriba, vestía un amplio pantalón y decenas de colgantes dorados. Su piel de ébano le confundía en la oscuridad pero el brillo del acero desnudo de su alfanje delataba su posición e intenciones.
Con su medio metro más de altura y el doble de hombro a hombro el vigilante se posó justo delante del Errante blandiendo con escasa convicción su pesada arma.
El Errante le observó fijamente con su ojo descubierto.
–Aparta –le ordenó y su voz parecía fuego del auténtico Inframundo.
Y todo resto de valor desapareció en el vigilante de ébano. Un sudor frío le recorrió la frente y cayó por su espalda. Su espada pesaba mil veces más de lo que nunca hubo pesado. Recordó el día que la empuñó por primera vez. El día que Miklos le contrató. Las veces que tuvo que usar su alfanje cumpliendo su deber. Su pulso falló y la espada cayó. 
Con resignación se hizo a un lado para dejarle paso.
Una flecha sesgó el aire clavándose en la yugular del guardián. 
Un arquero en uno de los ventanales preparaba la siguiente flecha. 
El guardián cayó entre gorgoteos delante de Vángar.
Otra flecha voló directa a él.
La mano diestra de Vángar la interceptó en el aire y con un rápido movimiento se la clavó en el ojo izquierdo del arquero que cayó sonoramente en el empedrado suelo.
El Errante anduvo por encima de los dos nuevos cadáveres y abrió la puerta con una sonora patada.
La puerta daba acceso directo al salón. Éste ocupaba las dos primeras plantas. Grandes columnas de madera sujetaban el entarimado que sostenía la tercera planta. Una pasarela de madera rodeaba toda la estancia donde debería estar la segunda planta comunicándose con la primera mediante simples escaleras de madera. Al fondo un amplio sillón de madera cubierto con lujosas pieles hacía la función de trono, y sentado sobre él su rey, Miklos, observaba a sus tropas apostadas sobre la pasarela –arqueros– y alrededor de los muros de la primera planta del salón –ladrones y asesinos–.
Miklos no era un hombre excesivamente robusto, más bien delgado. Vestía un tocado blanco adornado con filigranas doradas que hacían juego con sus sandalias, anillos y collares. Una laza melena rubia caía sobre sus hombros y una pequeña perilla rubia acabada en punta marcaba el final de su aguileño rostro.
–¡Miklos, bastardo hijo de una puerca ramera!
Vángar entró con la furia de un tornado en el salón de la “fortaleza”.
–¡Teníamos un trato, sucio patán! –Le gritó señalándole con gesto acusador.
–Y todavía lo tenemos, amigo –le contestó Miklos con un gesto amanerado.
–¿Me tomas por estúpido? –Le preguntó lanzándole con fuerza las tres cabezas sobre sus piernas.
El impacto hizo que Miklos perdiera el resuello pero Vángar esperó su contestación.
Sólo pretendía asustarlo, que no se diera cuenta de cuanto necesitaba la redoma. No podía permitírselo pues podría pedir un precio más alto obligándole a tomarla por la fuerza y en la lucha se podría perder el preciado líquido en el suelo de la batalla.
Con gesto de repugnancia Miklos comenzó a hablar:
–No. Claro que no –contestó–. Éstos –explicó sujetando las cabezas de los pelos– son sólo simples desertores que prefirieron buscar fortuna por su cuenta. Sin tener yo conocimiento de ello, por supuesto. Sabes que yo nunca te pondría en peligro. Lo sabes, ¿verdad?
–Ya, claro. Explícale eso a tu asesina en el Inframundo. Embaucador.
Sabía que estaba muerta. Lo sabía porque no había regresado como en tantas ocasiones. Lo sabía pero era un detalle que había preferido olvidar hasta después de la reunión. La cólera le invadió pero fácilmente la disipó. Aun así decidió fingirse fuera de sus cabales.
–¡Te recuerdo que no estás en posición de exigir nada! –Le gritó levantado mostrándole su puño cerrado.
–¿Y quién de tus fieles va a impedirlo, necio?
No necesitó desenfundar ninguna katana. Frente al reto todos se echaron hacia atrás intentado confundirse con los muros del salón.

sábado, 2 de junio de 2018

7.7 El Errante: las bestias de la guerra. -Apresados / un destello de esperanza.

Viajar como esclavistas siempre está ligado a estar bajo continuas sospechas, continuos controles y miradas de envidia y repulsión por igual. Igual en uno de estos controles nuestros amigos tengan la fortuna de encontrar la libertad.



-Anteriormente:
«–¡Oh! –Exclamó Sebral con una sonrisa –. Sí, es capaz de todo eso y de mucho más. Incluso él solo ganó una guerra... –hizo una pausa pensativo– pero hablo demasiado y debo callar –concluyó.
–Vamos, sigue –rogó Saera.
–No cariño. Hice un juramento de silencio que no pienso romper.
–Yo lo he roto –protestó Ermis.
–Tu elección, nadie te ha obligado a ello. Yo callaré.
–¡Callaos los de dentro! –Gritó uno de los esclavistas– ¡Silencio!»

–¿Qué sucede? –Le preguntó Shárika a Thomas– ¿Puedes ver algo?
–No, espera –le dijo mientras intentaba ver por los rotos de las lonas que cubrían el carromato.
–Legionarios –susurró esperanzado.
–¿Cómo?
–Legionarios, tres, a caballo.
Un látigo restalló junto a los barrotes sobresaltando a los presos.
–¡Silencio! –Volvió a gritar el esclavista–. Obedecer u os sacaré la piel a tiras. Arrancaré vuestros 
músculos uno a uno y haré caldo con vuestros huesos.
–Qué gráfico –comentó Sebral en voz baja haciendo sonreír a la princesa.
Los legionarios llegaron a la altura del carromato.
–¡Alto! –Gritó uno de ellos.
Mientras que el legionario que había dado la orden permaneció enfrente del carro impidiéndole avanzar, los otros dos rodearon al vehículo para detenerse finalmente junto a Madrix, que estaba sentado delante, a la derecha del conductor.
–¿Por qué unos legionarios, guardianes de la paz –añadió melosamente–, hacen detenerse a unos honrados mercaderes en su paso de un mercado a otro?
Los legionarios rieron.
–¡Por Seanil que nunca había oído desfachatez semejante! ¿Honrados mercaderes? Esclavistas más bien.
–Mercaderes somos puesto que mercancía vendemos, señor –se defendió Madrix–. ¿Queréis echar un vistazo a la nuestra? Estoy seguro que podría ofrecerle un buen precio.
El legionario escupió al suelo.
–Si por mi fuera no tendrías mercancía alguna, tratante –le contestó ofendido–. Pero no está en mis manos impedirlo. Sólo dime, ¿a donde os dirigís?
–A Lican, mi señor. A Lazheria.
–¡No le creáis! –Gritó Thomas sobresaltando a todos.
–¡Calla! –Le ordenó Shárika.
–¡Por el Primero! ¡Sacarnos de aquí! –Azuzó Thomas.
Al reconocer a uno de los suyos los legionarios desenvainaron sus armas. Los dos del lateral cargaron contra ellos.
–¿Esclavos? Pagarás con tu vida por esto –amenazó a Madrix el restante, todavía frente a él.
Becar apareció sobre la jaula del carromato disparando su arco. Su flecha se clavó certera en el cuello de uno de los legionarios que se derrumbó sobre uno de los esclavistas. El otro legionario continuó su carga rebanando el cuello de otro enemigo. Telsat lanzó su boleadora enganchándolas en las manos del caballo. Éste cayó derribando a su jinete que no tardó en verse rodeado por cuatro esclavistas.
El tercer legionario lanzó un puñal a Madrix pero éste fue más rápido e interpuso a su compañero. El legionario rodeó el carro por la izquierda para poder atacar desde atrás a los esclavistas. Becar se ocupó de él con una de sus flechas y el legionario superviviente no tardó en acompañar a sus amigos en su viaje al Inframundo.
Cuando todo hubo acabado Madrix arrojó el cadáver del conductor al suelo.
–¡Por Meron que así no hay forma de hacer negocios! –Exclamó.
Bajó del carro e ignorando los cuerpos de los legionarios ordenó abrir la jaula.
–¿Os parece bonito? –Les preguntó a sus presos–. Podíamos haber sacado un buen negocio adelante pero no, el señor capullo tenía que gritar... ¿qué era eso? Ah sí, ¡por el primero! Pues serás el primero en recibir una lección, el primero y el último. Creo que la necesitas. ¡Sacarlo fuera! –Ordenó airado.
Lo sujetaron entre dos de los esclavistas mientras Becar desenrollaba su látigo delante de él.
Madrix se acercó a Thomas.
–Éste es Becar –le presentó–. Es un gran arquero, ¿sabes? El mejor que yo haya visto. Por eso le tengo conmigo, claro.
–Encantado –contestó irónicamente Thomas.
–¿Encantado? ¡Ya! No creo que lo estés. ¿Sabes? No sólo tiene buena puntería con el arco, con el látigo..., con el látigo es un maestro.
–Lo creo –volvió a interrumpir.
Un puñetazo de Madrix lo silenció.
–Sebral, ¿puedes hacer algo? –susurró Neamer.
–Sí puedo. Pero no nos desharíamos de ellos y después, ¿qué? Estoy demasiado débil para algo mayor.
–De ésta no sale –sentenció Ermis.
–Calla –le ordenó Shárika rabiosa por la impotencia.
Madrix se hizo a un lado y dijo:
–Maestro, demuéstranos lo que sabes hacer.
El látigo acertó el rostro de Thomas a la primera. Después Becar se recreó formando un macabro mosaico en la piel del legionario. Aunque no lo demostrara Madrix observaba fascinado el coraje y aguante de aquel legionario que recibía el castigo en completo silencio.
–¡Basta! –Interrumpió–. No tenemos tiempo. Acabar con él y luego meter todos los cadáveres en la jaula. Tendremos que viajar de noche para salir de Xhantia cuanto antes.
Becar guardó su látigo. Otro esclavista se acercó al sangrante Thomas y empezó a propinarle una serie de puñetazos. Cuando Thomas se derrumbó sobre la hierba varios esclavistas se unieron con su compañero para darle patadas al rebelde esclavo.