sábado, 1 de julio de 2017

2.3 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 2 p.3

«Una breve lección de historia para un princesa engañada de la vida; preocupaciones por el futuro y mitos que toman forma.»



La impertinente voz de Saera interrumpió sus pensamientos:
–Pero aún así deberían mostrarme más respeto –discutió con Sebral–. Soy su princesa. Me deben lealtad y respeto.
–Mi princesa –dijo en tono conciliador Sebral–, si le tratáramos como corresponde a una persona de su posición llamaríamos irremediablemente la atención. Y además sólo yo le debo obediencia, ellos son legionarios y están aquí por decisión propia.
–¿Qué quieres decir con que son legionarios? –Preguntó.
–¡Qué no le debemos lealtad ninguna! –Contestó Jhiral irritado.
Saera se quedó estupefacta, hasta ahora todo el mundo acataba las órdenes de su padre –y por extensión las suyas, por caprichosas que fueran–, legionarios incluidos. Su asombro debió de reflejarse en su juvenil rostro pues Jhiral, Thomas, Ermis y Shárika,  incluso Sebral, se permitieron una pequeña y leve sonrisa.
–¡Por Sark! ¿Qué demonios le han enseñado a esta cría en palacio? –Preguntó Shárika. 
Sebral la apaciguó con un gesto y se dirigió a Saera.
–Majestad –susurró–, los legionarios se formaron para subir a su padre al trono, pero no le obedecían a él. Si no a otra persona a la que se le llamó el Primer Legionario, y es a ella a la que le deben lealtad pese a que las apariencias en algún momento hayan hecho parecer lo contrario. Es por eso por lo que está su estatua en la Plaza Central de la Ciudad de Ákrita.
–¿Entonces? –Acertó a decir la princesa entre balbuceos.
–¿Que por qué obedecían al rey? Porque la última orden de su señor fue: «servir al rey como a mí me habéis servido» –respondió Sebral didácticamente.
A Saera le bastó con mirar los ahora serios semblantes de sus acompañantes para asegurarse de la veracidad de esas palabras. –¡Pues vaya una ayuda! –Contestó.
–La suficiente para llevarte a casa de tu padrino y salvar tu regio culo –respondió Ermis malhumorado. Pero la mirada de reproche de su sargento apagó la llama de su ira.
Jhiral jugueteaba con un puñal marcando surcos en la mesa de madera olvidándose del suculento plato que esperaba frente a él. –Necesitaremos algo más de ayuda si queremos llegar con vida a Lican –dijo preocupado–. Cuando salgamos de la aldea deberemos andar dos kilómetros hasta la Encrucijada, en campo abierto.
–¿Y? –Pregunto Shárika.
–Qué esos dos kilómetros son bajo la atenta vigilancia del Alcázar de la Encrucijada. Edificado sobre un peñón que le permite vigilar el paso de cualquier viajero sin escondite posible. Jhiral y yo estuvimos destinados allí durante dos años y conocemos muy bien su campo de visión –contestó Thomas mientras jugueteaba nervioso con su barba.
–Necesitaríamos la ayuda de un ejército para pasar bajo esos muros –dijo Jhiral clavando el puñal con furia en la mesa.
La preocupación entre los comensales acalló todo comentario y el silencio reinó en la mesa. Shárika volvió a dirigir su mirada al extraño oculto en las sombras mientras sus compañeros daban plena atención a sus alimentos.
Bajo tanta oscuridad apenas se le veía bien, parecía ocultarse a propósito abrigándose en las tinieblas. Podía ver como una capa cubría su cuerpo y una capucha cumplía la misma función en su rostro, del cual sólo se vislumbraba una perilla. ¿O era una barba?
–O eso o al Errante –oyó decir a Saera.
–¿A quién? –Preguntó Shárika mientras Ermis esbozaba otra sonrisa.
–Al Errante –respondió la princesa.
–¡Bobadas! –Dijo Ermis arrancando un trozo de carne de un buen mordisco.
–¡No son bobadas! –Replicó Saera enfurruñada.
–Majestad no es momento para volcar nuestras esperanzas en una leyenda de palacio. Ese ser, ese guerrero por lo que cuentan, en realidad no existe. Son sólo historias que se cuentan en las fiestas para divertir y entretener a los invitados a palacio –explicó Sebral.
–No son únicamente historias de palacio, señor –interrumpió Shárika–, también entre el pueblo llano circulan esas leyendas.
–Podéis creer lo que queráis, pero él existe –insistió la joven cruzándose de brazos.
–Jhiral y yo lo hemos visto. Os aseguro que no es una leyenda – le apoyó Thomas.
Shárika les miró fijamente –¿Es cierto eso?
–Bueno... no exactamente. Hace años acudimos al rescate de un mercader que estaba siendo asaltado por bandidos.
–Y cuando llegamos estaban todos muertos –interrumpió Jhiral–, los bandidos quiero decir. El mercader dijo que el Errante les había matado, y sus dos guardaespaldas apoyaron su versión. –Concluyó dándole un mordisco a su asado. Acto que fue imitado por el resto de sus compañeros que comenzaron a devorar con avidez la carne servida ante ellos.

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