sábado, 20 de enero de 2018

6.3 El Errante: las bestias de la guerra Ep.6.3

Xhenis y El Errante celebran su amistad con cerveza al tiempo que debaten sobre quién podría ser el auténtico enemigo. Ambos coinciden en que todo apunta a la esposa del Ghinmes, Sylvania.

Xhenis se dejó caer en la silla abatido y prácticamente desesperanzado.
–Alguna solución habrá. ¿Quizás dejar que pase el tiempo y que Khronos ponga a todos en su lugar?
–En el momento que la gente base sus esperanzas en los dioses serán esclavos del Inframundo. Si se puede hacer algo lo deberemos hacer nosotros y no los dioses. –Contestó Vángar.
–No sé, no sé. Quizás sea la hora de «El Cambio»
–¿Qué «Cambio»? –La frase despejó al Errante como un jarro de agua fría.
Xhenis miró a las velas que iluminaban la estancia decidiéndose a contestar. –Ya sabes –dijo tímidamente avergonzado–, está escrito.
–No, no sé. ¿El qué está escrito? –Instó el visitante.
Al capitán no le hacía gracia la situación, nunca habría confesado en público su creencia en esa antigua profecía y sentía oleadas de reparos en decirla en voz alta. Y todos ellos se le agolpaban en la boca.
–Está escrito que «el día que el Ángel de la Muerte caiga el mundo cambiará y lo que fue de entonces nada permanecerá.» –Consiguió decir en voz baja, casi en susurros.
–¡Patrañas! –Estalló airado el Errante– No es ésta la actitud que has de tomar. ¡Tira al desierto este derrotismo tan insultante y levanta el arma desafiando a tus enemigos! ¿Quién lo dice? ¿Dónde está escrito? Yo soy el Ángel de Nebra. Durante mil novecientos años he vivido esperando el frío abrazo de la muerte. Buscándolo. Y por Nebra he sido ignorado toda mi larga vida, pero te aseguro que no tengo intención de caer ahora en el campo de batalla. –Terminó apoyando la cabeza en su mano derecha mezclando lágrimas con rabia y cansancio.
Xhenis, anonadado, observó en silencio a su amigo. Los apenas contenidos sollozos inundaban la tienda. Durante quince años habían compartido las penas y alegrías del campo de batalla pero nunca le había visto tan abatido. Nunca le había visto llorar. «¿Será pues cierto?», se preguntó. Mucha gente buscaba la fama autoproclamándose el Ángel de Nebra, para reunirse con ella poco después. Pero él no necesita más fama de la que tiene, y siempre ha huido de ella. «Y en quince años no ha envejecido un ápice.», se dijo. Pese a las evidencias preguntó:
–¿Estás seguro? –Tenía miedo a que su viejo amigo hubiera enloquecido.
El Errante levantó la cabeza y le observó sorprendido a través de las lágrimas.
–Vamos, debes de estar agotado por el viaje... –intentó explicarse el capitán.
–En verdad estoy cansado –interrumpió el Errante–¸ prácticamente desfallecido por el agotamiento, pero lo que te he revelado no es fruto de alucinación alguna. Tengo cicatrices que lo prueban –siguió poniéndose en pie–, pero esto no dejará lugar a dudas.
Al instante procedió a desnudarse el torso mostrando a su compañero el cuerpo del guerrero perfecto. Con su musculatura marcada por múltiples batallas varias cicatrices afloraban al exterior. Pero no fue nada de esto lo que dejó atónito al capitán; un gran tatuaje cubría todo su torso y espalda para seguir enroscándose por los brazos. Su intrincado diseño con motivos animales variaban continuamente siendo imposible fijarse en la exquisitez de los detalles. Xhenis no podía formular palabras y todo lo que consiguió pronunciar fueron balbuceos incoherentes.
–Exacto. Yo soy el Ángel de Nebra, el Ángel de la Muerte. Llevo andando por el mundo más tiempo del que pudieras soñar. He visto reinos crecer para luego ser barridos con el tiempo.
A grandes hombres marchitar en su vejez después de conseguir grandes proezas para luego perderse en el olvido. He visto muchas maravillas, más de las que a ningún mortal le deseo.
Pero Khronos se divierte conmigo y sigue fiel a su pacto con su prima Nebra.
 –Pero, ¿me estás diciendo que eres inmortal? –Consiguió preguntar su amigo.
–Si me clavas un cuchillo en el corazón moriré. Si me cortas el cuello moriré. Si me desangras moriré. Pero nunca envejeceré –dijo lastimándose de sí mismo.
–Si tanto quieres morir, aquí tienes –dijo ofreciéndole un cuchillo. –Tómalo. Y clávatelo en el corazón.
–Gracias, pero no es tan fácil.
Xhenis encarnó las cejas mostrando sorpresa.
–¿Por qué no? Es lo que quieres, ¿no?
–Sí, quiero –Contestó y al ver la siguiente pregunta en el rostro del capitán respondió antes de que ésta fuera formulada– Pero, ¿si es verdad?
–Antes has dicho que...
–Olvida lo que haya dicho antes –interrumpió con un gesto–, estaba rabioso y cansado. Hablaba engañosamente.
»El hecho es que en las antiguas ruinas de la ciudad de Kershe, situadas al norte de Lican, en una de la paredes, que milagrosamente siguen en pie, está escrito en sangre: “Y caerá el Ángel de la Muerte y el mundo caerá con él”. Así pues, si bien no habla explícitamente de la leyenda, convendrás conmigo que tampoco se difiere demasiado.»
–¿Y tú lo crees?
El Errante, ya sereno, observó el fondo de su jarra buscando en ella la respuesta adecuada.
–Durante años lo creí, luego supongo que dejó de tener importancia para mí y en lugar de permanecer escondido decidí salir y vivir como si no fuera así. Más de mil años han pasado desde entonces y durante todo ese tiempo llegue a una conclusión. Vivir mi vida, protegerla pero sin importarme el fin del mundo. Sólo como un humano más. Pero sin envejecer, claro–. Añadió melancólicamente.
Xhenis meditó largamente sus palabras y después concluyó:
–Es una sorprendente noticia sin duda, y me siento muy honrado que la hayas compartido conmigo. Pero, sin ánimo de ofenderte viejo amigo, es una pesada carga la que soportan tus hombros. Una carga que no quisiera llevar.


Vángar rió, libre como si la ruptura de una presa dejara escapar el agua estancada, como un torrente de alegría dijo:
–Tu sinceridad es de agradecer Xhenis –y bebió un gran trago de cerveza–. Y ahora, ¿por qué no me hablas de la situación en Trípemes? –Invitó.
–¿Te interesa?
–Me interesa ayudar y quizás te pueda echar una mano.
Xhenis y él conversaron sobre la situación brevemente y cuando acabaron el capitán le ofreció su lecho para que tomara reposo pero el Errante rechazó la invitación y desapareció de la tienda tan misteriosamente como había aparecido horas antes.
Ahora Xhenis se encontraba sólo. Y su pesimismo se había transformado en una incesante alegría que ni siquiera la amenaza de Sylvania en el norte la conseguía eliminar.
Estaba silbando en su tienda junto a su jarra de cerveza, otra vez llena, cuando irrumpió el sargento.
–¿Señor?
–¿Sí? Dime Aston. –No solía usar los nombres, aunque en privado se enorgullecía de saber todos los de sus hombres, y eso sorprendió al sargento.
–Un centinela de la empalizada norte dice haber visto una sombra, la figura de un hombre encapuchado que se dirigía a la ciudad desde el campamento. ¿Un espía quizás? ¿Debemos ir en su
busca?
–No, tranquilo –Contestó. «Sí que debía estar cansado», pensó. – Sólo conseguiríais más cadáveres, dejarlo marchar. Te puedes retirar.
Cuando el sargento atravesaba la entrada Xhenis le paró.
–¡Aston!
–¿Sí, señor?
–Pospondremos el ataque.
El sargento se limitó a asentir con la cabeza.
–Para dentro de treinta y seis horas –añadió.



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