viernes, 18 de enero de 2019

8.3 El errante: las bestias de la guerra. -¡Piratas de agua dulce! / dolor y barrotes.


Desplazamos la mirada a los pobres fugitivos. Presos ahora de malvados esclavistas casi a todo un reino de distancia. Quizás hubieran tenido mejor fortuna quedándose en palacio.

Anteriormente:

El látigo acertó el rostro de Thomas a la primera. Después Becar se recreó formando un macabro mosaico en la piel del legionario. Aunque no lo demostrara Madrix observaba fascinado el coraje y aguante de aquel legionario que recibía el castigo en completo silencio.
–¡Basta! –Interrumpió–. No tenemos tiempo. Acabar con él y luego meter todos los cadáveres en la jaula. 
Tendremos que viajar de noche para salir de Xhantia cuanto antes.
Becar guardó su látigo. Otro esclavista se acercó al sangrante Thomas y empezó a propinarle una serie de puñetazos. Cuando Thomas se derrumbó sobre la hierba varios esclavistas se unieron con su compañero para darle patadas al rebelde esclavo.




Ahora:

Todo lo que quedaba de Thomas era un amasijo de carne amoratada, cortada y sangrante cuya vida se iba extinguiendo poco a poco para asemejarse cada vez más a los cadáveres de la jaula sobre los que había sido arrojado.
–No sufre. Eso al  menos os lo puedo asegurar –dijo Sebral al ver el rostro de preocupación de los legionarios.
Incapaz esta vez de sanar a su compañero el anciano mago había dedicado todos sus esfuerzos en anular el dolor que pudiera padecer, lamentando de corazón no poder impedir su muerte.
–¿Seguro que no puedes hacer nada más? –Inquirió Saera.
–Seguro, cariño –afirmó triste el anciano–. No poseo suficiente poder ahora para sanar sus heridas, y el poco que tengo prefiero reservarlo.
–¿Para qué? –Preguntó tan exasperada como intrigada.
Sebral ofreció una cálida sonrisa cargada de amargura a la princesa.
–Para ella –contestó señalando con un gesto de su cabeza a Shárika-Neamer; que observada compungida la escena.
No lo había pensado pero ahora comprendió que el calvario de su nueva amiga estaba lejos de terminar. Al darse cuenta que sólo ella lo había supuesto así se maldijo a sí misma por ser tan estúpida.
–Oh, vaya. Lo siento –atinó a decir.
Neamer sonrió condescendiente mientras la abrazaba; aunque en su interior se preguntaba si de ser posible permitiría al mago sanar a Thomas sabiendo lo que a ella le esperaba. De sus ojos brotaron lágrimas que el resto confundieron de dolor por el compañero caído.
Ermis observaba la escena en silencio. Él no albergaba duda alguna: Aunque en un principio tomó a Thomas como un bufón impertinente indigno de pertenecer a la Legión, poco a poco pudo observar como dentro de aquella fachada de gracioso irreverente se ocultaba un hombre de honor capaz de soportar sus mayores pesadillas por el bien común del grupo. En su interior era todo un ejemplo a seguir y una persona por la gustosamente daría su vida.
Con un rugido de rabia intentó arrancar las cadenas de la madera; en vano. Trató de forzar los grilletes en un acto fútil para caer desesperanzado sobre uno de los cadáveres que silenciosamente les acompañaban en el viaje.
Sumergida en sus recuerdos Saera vivía con sus padres en palacio. Se reía de los gritos de su madre mientras castigaba a su aya con una de sus variadas trastadas –había llegado a convertirse en una maestra de la sutileza en lo que a gamberradas se atañía–. Los días pasaban tranquilos entre lección y lección de su maestro. Jugaba con los perros. Se escapaba a las cocinas para jugar con el hijo de la cocinera. Papa y mama muertos sobre el frío suelo. Las tropas entrando en la antesala. Lowen protegiéndola. La escena la despertó sobresaltando a Shárika que aún la mantenía en su regazo.
–Maestro, ¿quién mató a papa?
–¿Cómo dices? –Preguntó perplejo.
La consternación se podía ver en el rostro de los legionarios.
–Digo que, ¿quién mató al Rey? –Repitió impaciente.
–Pues... alguno de los soldados de tu tío, claro –se apresuró a contestar.
–No –negó la princesa categóricamente.
–Vamos –le dijo Ermis condescendiente.
–He dicho que no –volvió a negar adoptando un porte más regio.
–¿Por qué dices que no, cariño? –Le preguntó Shárika apartándola un poco para poder verla mejor. Por primera vez sí parecía una princesa.
–Papa y mama ya estaban muertos cuando llegó Lowen –desveló–. Y después llegaron ellos –añadió refiriéndose a las tropas de Ghinmes.
–¿Estás segura de ello? –Le preguntó Ermis.
–¿Cómo te atreves? Pues claro que lo estoy.
–Shhhiis.
–Baja esos humos chiquilla o te los bajaré yo de un guantazo –le aplacó Ermis.
–¡Ja! Encadenado como estás no podrías ni...
Shárika la agitó levemente: –Pues te lo daré yo –le amenazó–. Siéntate y cálmate.
–De todas formas –añadió Sebral meditativo– esta revelación plantea nuevos interrogantes sobre lo realmente sucedido.
–Sea como sea nos conviene bajar la voz. Seguimos de incógnito, ¿recordáis? –Le recordó Shárika.
–Cierto, cierto. No es el momento ni el lugar; deberíamos centrarnos en cosas más urgentes. Como por ejemplo escapar de aquí.
–Y alcanzar aquella fortaleza de ahí –añadió Ermis señalando a su diestra con su cabeza.
Cómicamente todos se giraron para ver donde decía su compañero.
–La fortaleza de Elt –susurró Shárika.
Aquella obra de ingeniería, construida con el mejor alabastro de Ákrita, consistía al mismo tiempo puente y paso fronterizo del este de Xhantia con Lican. La luz de las antorchas se reflejaba con más nitidez en sus resplandecientes muros que en las agitadas aguas del río Bram. Las murallas coronadas de almenas rodeaban todo el perímetro del ancho puente obligando a las rutas mercantes a pasar por la fortaleza para cruzar la frontera. El núcleo de la fortaleza estaba situado en el centro del puente en forma rectangular y rematado con una ancha torre cuadrada en el lado oeste en donde se alojaban los aposentos privados de Elt y su familia.
«El puente del Destino.», pensó Sebral. Pero todas las esperanzas que podrían tener se esfumaron al tomar de nuevo conciencia de su situación: Encerrados junto a varios cadáveres en una sólida jaula, sobre un traqueteante carromato; rodeados por los furiosos esclavistas, que no dudarían en acabar con ellos al más mínimo indicio de fuga; presos por férreos grilletes, a excepción de Saera; sin fuerzas y mal nutridos; sin la energía suficiente para poder conjurar varios hechizos que en otro tiempo les hubiera salvado de apuros peores.
Desesperanzado dio un bufido que se mezcló con el último suspiro de Thomas.
El legionario había muerto.
Y él no había podido hacer nada para remediarlo.

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