sábado, 9 de junio de 2018

7.8 El Errante: las bestias de la guerra. -Apresados / Teníamos un trato.

Tripemes es lo peor. Y de lo peor de lo peor está el inframundo. 



Las botas del Errante pisaban los secos charcos de sangre de los legionarios que decoraban morbosamente el pavimento del inframundo. Como era habitual nadie se preocupó de limpiar las pordioseras calles plenas de inmundicias y desechos. Los cadáveres descompuestos se amontonaban en los oscuros callejones confundiéndose legionarios y guardias del virrey con ladrones, asesinos y víctimas de los habituales atracos de la zona.
Pero Vángar caminaba con paso seguro, sus dos espadas enfundadas mostraban un claro desprecio por el clandestino ejército de Miklos. Su mano diestra sujetaba la correa de su petate que colgaba sobre su hombro derecho. En su mano izquierda portaba las cabezas degolladas de los tres asaltantes en señal de advertencia.
Al principio nadie se percató de su presencia pero conforme se adentraba en el estrecho laberinto de callejones la gente se empezaba a asomar por las ventanas de sus casuchas. La gente en la calle se apartaba de su paso, ladrones y asesinos por igual, buscando en sus corazones una chispa de valor para enfrentarse a él.
–No podemos fallar –susurró una voz en las alturas.
–Fallaremos –murmuraba otra sentenciando.
–No. Desde aquí no.
Sin detener su paso Vángar les miró directamente. Dos arqueros se encontraban en una de las múltiples pasarelas de madera y cuerdas que unían unas casas con otras.
–Nos ha oído.
–Imposible –les oyó decir el Errante.
Con un gesto de su dedo índice de su mano derecha Vángar les indicó que no lo intentaran. Ellos se apartaron de la barandilla de cuerdas mientras el Errante continuaba su camino permitiéndose una sonrisa.
Llegó un momento en el que la escoria del inframundo se agolpaba para verle pasar. Andando por un estrecho pasillo humano el Errante llegó a una gran plaza.
No había fuente ni estatua alguna, simplemente un suelo empedrado que servía como antesala a la “fortaleza” de Miklos. En la puerta de esta “fortaleza” –una simple casa de madera de tres pisos de altura– un enorme guardián vigilaba el paso. Desnudo de cintura para arriba, vestía un amplio pantalón y decenas de colgantes dorados. Su piel de ébano le confundía en la oscuridad pero el brillo del acero desnudo de su alfanje delataba su posición e intenciones.
Con su medio metro más de altura y el doble de hombro a hombro el vigilante se posó justo delante del Errante blandiendo con escasa convicción su pesada arma.
El Errante le observó fijamente con su ojo descubierto.
–Aparta –le ordenó y su voz parecía fuego del auténtico Inframundo.
Y todo resto de valor desapareció en el vigilante de ébano. Un sudor frío le recorrió la frente y cayó por su espalda. Su espada pesaba mil veces más de lo que nunca hubo pesado. Recordó el día que la empuñó por primera vez. El día que Miklos le contrató. Las veces que tuvo que usar su alfanje cumpliendo su deber. Su pulso falló y la espada cayó. 
Con resignación se hizo a un lado para dejarle paso.
Una flecha sesgó el aire clavándose en la yugular del guardián. 
Un arquero en uno de los ventanales preparaba la siguiente flecha. 
El guardián cayó entre gorgoteos delante de Vángar.
Otra flecha voló directa a él.
La mano diestra de Vángar la interceptó en el aire y con un rápido movimiento se la clavó en el ojo izquierdo del arquero que cayó sonoramente en el empedrado suelo.
El Errante anduvo por encima de los dos nuevos cadáveres y abrió la puerta con una sonora patada.
La puerta daba acceso directo al salón. Éste ocupaba las dos primeras plantas. Grandes columnas de madera sujetaban el entarimado que sostenía la tercera planta. Una pasarela de madera rodeaba toda la estancia donde debería estar la segunda planta comunicándose con la primera mediante simples escaleras de madera. Al fondo un amplio sillón de madera cubierto con lujosas pieles hacía la función de trono, y sentado sobre él su rey, Miklos, observaba a sus tropas apostadas sobre la pasarela –arqueros– y alrededor de los muros de la primera planta del salón –ladrones y asesinos–.
Miklos no era un hombre excesivamente robusto, más bien delgado. Vestía un tocado blanco adornado con filigranas doradas que hacían juego con sus sandalias, anillos y collares. Una laza melena rubia caía sobre sus hombros y una pequeña perilla rubia acabada en punta marcaba el final de su aguileño rostro.
–¡Miklos, bastardo hijo de una puerca ramera!
Vángar entró con la furia de un tornado en el salón de la “fortaleza”.
–¡Teníamos un trato, sucio patán! –Le gritó señalándole con gesto acusador.
–Y todavía lo tenemos, amigo –le contestó Miklos con un gesto amanerado.
–¿Me tomas por estúpido? –Le preguntó lanzándole con fuerza las tres cabezas sobre sus piernas.
El impacto hizo que Miklos perdiera el resuello pero Vángar esperó su contestación.
Sólo pretendía asustarlo, que no se diera cuenta de cuanto necesitaba la redoma. No podía permitírselo pues podría pedir un precio más alto obligándole a tomarla por la fuerza y en la lucha se podría perder el preciado líquido en el suelo de la batalla.
Con gesto de repugnancia Miklos comenzó a hablar:
–No. Claro que no –contestó–. Éstos –explicó sujetando las cabezas de los pelos– son sólo simples desertores que prefirieron buscar fortuna por su cuenta. Sin tener yo conocimiento de ello, por supuesto. Sabes que yo nunca te pondría en peligro. Lo sabes, ¿verdad?
–Ya, claro. Explícale eso a tu asesina en el Inframundo. Embaucador.
Sabía que estaba muerta. Lo sabía porque no había regresado como en tantas ocasiones. Lo sabía pero era un detalle que había preferido olvidar hasta después de la reunión. La cólera le invadió pero fácilmente la disipó. Aun así decidió fingirse fuera de sus cabales.
–¡Te recuerdo que no estás en posición de exigir nada! –Le gritó levantado mostrándole su puño cerrado.
–¿Y quién de tus fieles va a impedirlo, necio?
No necesitó desenfundar ninguna katana. Frente al reto todos se echaron hacia atrás intentado confundirse con los muros del salón.

No hay comentarios: