miércoles, 7 de febrero de 2018

6.5 El Errante: las bestias de la guerra. Ep. 6.5

Los ladrones acudían al lugar en busca de una víctima y los asesinos vigilaban a la suya. Y la red se expande en silencio.

Por las noches la posada del Cedro Rojo solía estar llena de gente de toda clase y condición. Situada a escasos metros del barrio noble de la ciudad los corruptos aristócratas gustaban de gastar su envilecido oro en sus mesas con alguna de las prostitutas del lugar, o en las habitaciones que había en los dos pisos superiores. Los ladrones acudían al lugar en busca de una víctima y los asesinos vigilaban a la suya.
Pero a esas horas de la noche las mesas estaban vacías, el ambiente olía al alcohol servido horas antes y en el suelo se podían encontrar los restos de la juerga extinta. El Errante entró pasando por encima de un borracho que había confundido el sucio suelo de la posada con su perdida cama. Pasó junto a la barra donde una esclava se esforzaba por lograr que estuviera limpia para el día siguiente. Un noble perdido en una nube de alcohol y savia era abrazado por una astuta ramera que pretendía subirlo a una de las habitaciones.
Vángar soltó su petate encima de una de las mesas y se sentó junto a él esperando a la camarera.
La joven esclava, de pálida piel y contorneada figura cuya belleza poco tenía que envidiar con la ramera que metía mano al noble dos mesas más allá, se acercó al Errante.
Años de experiencia le bastaron para reunir valor suficiente y decirle:
–Vamos a cerrar, ya no servimos nada más.
Vángar no le miró. Su capucha impedía que la esclava pudiera ver su rostro.
–Una cerveza –le pidió. No, se lo ordenó.
–He dicho...
–¡Ania! –Le interrumpió una voz.
Balnor, un viejo posadero con el doble de kilos que años, regía la posada desde sus comienzos. Con muchísima más experiencia que su esclava –hacia la cual sentía algo más que cierta atracción carnal– sabía muy bien cuando debía acceder a los deseos de la clientela.
Con un gesto le indicó a la esclava que sirviera la cerveza.



Con una mueca de disgusto Ania sirvió la cerveza al Errante dejándola caer sonoramente sobre la mesa.
–Su cerveza, bébasela y lárgese.
–¿No tiene su jefe más caliente? Pregúnteselo –le dijo Vángar sin probar la cerveza.
Extrañada, la esclava se lo preguntó a Balnor.
Éste observó al Errante.
–Ya voy yo. No te preocupes –le susurró.
La ramera abandonó exasperada su cliente potencial paseándose por delante del Errante, intentando captar su atención. Ante la impasibilidad de Vángar salió del local bufando de rabia.
Balnor se acercó al extraño visitante.
–Tengo más caliente, pero está abajo en la bodega. Si lo deseáis podemos bajar a buscarla.
–Vamos –le contestó el Errante recogiendo su equipaje.
Bajo los atentos ojos de la esclava bajaron por las escaleras que daban acceso a la bodega. Balnor encendió una antorcha para iluminar la oscura estancia, momento que Vángar aprovechó para encender el cigarro.
–Bienvenido –le saludó el posadero al Errante dándole un apretón de manos.
–Gracias. ¿Qué nuevas hay en la red?
La red consistía en un intrincado sistema de espionaje creado por orden de Actaris, recién fallecido rey de Ákrita, bajo el auspicio del Errante. Constituía una intrincada telaraña que se extendía por los reinos del norte cuyos componentes representaban los más variopintos personajes existentes: nobles aristócratas, ladrones, capitanes de la guardia, recolectores, ganaderos, posaderos, mercaderes, artesanos y fulanas.
Como fundador de la red Vángar conocía a casi todos sus miembros llegando a haber un tiempo en que la dirigía completamente sin la supervisión de su inmediato superior, su amigo Actaris. Pero era un poder en la sombra por lo que pocos conocían su posición en el reino de Ákrita y por ello debía de hacer uso de las contraseñas como todos los demás.
Balnor, que fue reclutado por el Errante en persona, intuyó el tema que preocupaba al Errante.
–Ákrita vive uno de sus peores momentos. Además de la inestabilidad típica del traspaso de poderes hay incertidumbre y expectación ante las promesas del nuevo rey.
–¿Qué promesas? –Le preguntó Vángar mientras se sentaba en las escaleras.
–Según las noticias prometió una época dorada donde reinaría la justicia, reavivaría el culto a los dioses, reactivaría el comercio y equilibraría la balanza entre la pobreza y la riqueza. A grandes rasgos, más o menos.
–¿Y eso les gustó a los nobles? –Preguntó el Errante que no alcanzaba a imaginar a éstos desprendiéndose alegremente de parte de sus posesiones.
–Por extraño que parezca sí. Aseguró que para ello no debían perder nada que de lo que ya tienen.
–Ah.
–Y en los templos los sacerdotes ya empiezan a dar las gracias a los dioses por lo que ellos llaman “la nueva oportunidad de Ákrita.”
–No puedo creer que todos aquellos nobles que infectaban cada día el palacio hoy acepten tan fácilmente al usurpador.
–Bueno –empezó a explicar Balnor, y sus palabras sonaron comprensivas–, también lo hicieron hace quince años y esta vez Ghinmes visitó con su ejército mansión por mansión exigiéndoles lealtad o “invitándoles” al auto exilio. Una oferta más generosa que la de Actaris cuando subió al trono.
Es irónico observar como el pasado te da una bofetada haciéndote tambalear el presente. Actaris exigió lealtad a los nobles a cambio de sus vidas. Pero lo peor es que fue uno de los pocos consejos que siguió de Vángar.
Si el comentario le afectó Balnor no se percató y continuó hablando.
–También están los rumores.
–¿Qué rumores?
–Se dice que Ghinmes no mató al rey. Que éste ya estaba muerto cuando asaltaron el palacio.
–Vaya.
–Sí, y aunque sólo es un rumor cada vez está más extendido y a la gente le gusta creerlo. Hay incluso quienes acusan al propio Sebral, el consejero de Actaris, ahora desaparecido al igual que la princesa.
–Sebral no fue.
–¿Cómo lo sabe?
–Lo sé. Haz que se sepa, ¿de acuerdo? –Pese al cansancio acumulado en sus párpados sus ojos no admitían negativa alguna.
–De acuerdo –contestó obediente.
–¿Y la Legión? ¿Qué ha sido de ella?
–Al principio permaneció neutral haciendo gala a sus principios, pero al día siguiente al asalto de palacio Ghinmes les hizo una visita y, respaldado por su ejército, les exigió plena obediencia o el exilio.
Balnor hizo una pausa. Parecía tener cierta dificultad para terminar.
–¿Y? –Apremió Vángar.
–Ellos se negaron a las dos opciones. Durante dos días la Sede fue asediada y al amanecer del tercer día fue arrasada. Todos murieron.
Pese a la gravedad de la noticia –Vángar esperaba poder contar con la Legión en el futuro– el Errante se sintió extrañamente conmovido. Conmovido y orgulloso de aquellos que le habían jurado lealtad. Se reprochó haber dudado de ellos, llegando a pensar que la Sede podría haber sido el aliado secreto del usurpador, y una lágrima fluyó de su ojo desnudo.
Balnor le vio.
–¿Qué sucede?
–Nada –mintió–. ¿Sigue Shamer en la ciudad?
–¿Ese viejo pirata? Debe de estar tirado borracho en algún tugurio de mala muerte del puerto.
–Necesito verle. Haz que corra la voz de que le estoy buscando.
–¿Está seguro? Sólo se me ocurre una razón por la que ese bastardo quisiera verle.
–No te preocupes, tú haz lo que te he dicho y déjame el resto a mí. Ahora –dijo dando un profundo bostezo– necesitaría un lugar donde alojarme. ¿Te queda alguna habitación libre?
–Por supuesto, se la mostraré yo mismo.

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