sábado, 18 de noviembre de 2017

4.2 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 4.2

«Dentro de la fortaleza ciudad espectante el grupo se empieza a considerar a salvo. Pese a haber sido descubiertos por Tékrex, Capitán de los Espectantes.»

El ensordecedor ruido de los engranajes volvió a retumbar; a sus espaldas grandes barras de hierro bajaban lentamente de una abertura en el techo cerca de la puerta mientras que otras barras de igual composición y similar envergadura surgían del lado derecho de la cueva para atravesar horizontalmente el túnel y enclavarse en el lado izquierdo, formando así una reja de poderoso poder defensivo.
La cueva consistía en un largo y ancho túnel que cruzaba la base del promontorio rocoso. Mientras andaban hacía el final del túnel los legionarios observaron que repartidas a distancias iguales grandes rejas colgaban del techo cavernoso para poder ser soltadas en caso de un inesperado asalto a la ciudad. Los asaltantes quedarían atrapados entre las rejas metálicas para servir de blanco a las flechas de los guardias apostados en los pasillos laterales.
El túnel terminaba en una gran cueva en forma de cilindro hueco que comunicaba con la ciudad. Grandes vigas de madera reforzadas con hierro apuntalaban las paredes y sostenían el gigantesco entramado que debía soportar la presión ejercida por el propio peso de Ciudad-Garra. En el centro de la cueva una gigantesca plataforma circular de madera era accionada por un gran torno que la hacía ascender o descender con la ayuda de diez baskis.
–Buena madera –dijo Thomas sorprendido por la fastuosa obra de ingeniería.
–Qué sabrás tú –le espetó Ermis.
–Resulta que mi padre fue carpintero, yo iba a ser carpintero –replicó mientras un velo de tristeza ensombrecía su rostro.
En aquel momento la plataforma descendía lentamente portando a mil espectantes. Sus doradas armaduras laminadas lanzaban destellos a causa de los rayos de luz que se filtraba por los tragaluces. Sus guantes azules sujetaban con firmeza sus monturas mientras que sus cascos tubulares ocultaban sus facciones. Unas camisas azules cubrían sus armaduras y unos faldones del mismo color tapaban sus piernas hasta las rodillas. Largas espadas pendían de sus cintos dispuestas para la batalla.
–¡Apartaos! –Ordenó el jorobado–. Dejad paso a Tékrex, Capitán de los Espectantes, gran guerrero y estudioso de la fe.
El grupo se apartó a un lado de la cueva. La plataforma finalizó su largo descenso y del grupo salió montado en su corcel, negro como el ébano, un espectante cuya única diferencia parecía consistir en una capa azul y unas plumas en su dorado casco, diferente también del de los demás; un poco más estrecho por arriba para empezar a ensancharse por la altura de la nariz y terminar con una base igual de ancha que los cascos regulares.
Tékrex se acercó a los recién llegados y le preguntó al jorobado: –Dime esperpento, ¿quiénes son estos a los que acompañas?
–Son viajeros gran señor. Sucios vagabundos que se han visto sorprendidos por la tormenta y piden humildemente cobijo mientras continúe. Me dispongo a comunicar su solicitud a arriba.
–Vagabundos ¿eh?
Tékrex les estudió brevemente y luego se dirigió al jorobado.
–Envía el comunicado sí, pero informa que son cuatro legionarios con un viejo mago y una chiquilla los que buscan cobijo.
–¿Cuatro legionarios? –Preguntó sorprendido. Al no recibir contestación asintió: –Sí gran señor. Así lo haré.
–¿Adónde os dirigís? –Se aventuró Sebral a preguntar–. ¿Acaso ha empezado alguna guerra?
El capitán le miró meditando si debía contestar la pregunta pero algo en los ojos del anciano le disipó sus dudas.
–A la Puerta Oeste, al paso de Copro. Lord Xeos ha solicitado nuestra ayuda y nuestro señor ha tenido a bien concedérsela.
Dicho esto espoleó su caballo y avanzó por el largo túnel seguido por sus tropas. Al final del túnel las hojas del portalón se movían lentamente abriéndose al exterior y las barras metálicas habían desaparecido en sus refugios.
El jorobado les llevó a una zona cercana a la plataforma y les indicó que esperaran. Después se acercó a una gran viga que hacía la función de columna, en la que había enganchada una especie de copa de metal. El jorobado la soltó y pudieron observar que de la base de ésta había enganchado un hilo, que la deforme criatura procuraba que siempre estuviera tirante.
Estiró tres veces del hilo y luego se colocó el recipiente en su única oreja, la izquierda. Con rostro satisfecho cambió el recipiente de lugar colocándoselo frente a su boca y empezó a hablar. Después lo puso en su oído mientras les miraba distraídamente. Al cabo de un rato inclinó la cabeza levemente e hizo un gesto imperceptible con su mano derecha.
Imperceptible para todos menos para los avezados ojos de Shárika.
–¡En círculo! –Ordenó.
Al instante Sebral y Saera se vieron protegidos por un círculo de legionarios, que a su vez se encontraba rodeado por otro círculo de espectantes salidos de sus escondites.
La tensión era palpable pero el jorobado la disipó presto.
–He recibido contestación.
–¿Y es? –Preguntó Sebral.
–Vuestra solicitud ha sido rechazada –anunció frotándose las manos como si fuera un usurero frente a un tesoro.
–Deberéis marchar enseguida –indicó–, ya. ¿Lo haréis por las buenas o deberé de indicar a estos señores que os acompañen a la salida?
–Entramos libremente y nos iremos de igual modo –dijo Shárika mientras enfundaba su espada–, y lo haremos presto y sin demora para evitaros más contratiempos–. Añadió haciendo una leve reverencia.
El grupo marchó por el mismo túnel que les había visto entrar y cuando estuvieron fuera de él, bajo la lluvia, Ermis preguntó a Shárika: –¿Y ahora qué?
–A las cuevas que nos dijo el pastor, ¡rápido!

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