miércoles, 15 de noviembre de 2017

4.1 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 4.1

«Terminadas las montañas parece que los verdes campos serán más cómodos de recorrer. Para desgracia de algunos Ciudad-Garra guarda por la seguridad en aquella zona.»




4-Ciudad-Garra


Al pasar una pequeña loma los caminantes pudieron divisar la vasta extensión de la llanura de Xhantia. Un infinito mar verde se extendía ante ellos contenido por la Cordillera Pétrika, al norte, y la Sierra del Sur. Pequeñas agrupaciones boscosas aparecían salpicadas entre las lomas y, allí donde los baskis no ejercían su función propia que a todo ganado corresponde hacer, grandes campos de cultivo adornaban el paisaje. Al frente, en el sudeste, se erguía la Ciudad-Garra; edificada sobre una enorme formación rocosa que, capricho de los dioses, en forma de antebrazo parecía surgir de la misma tierra rematado en una garra abierta en la que se alojaba el hogar de los espectantes. Ciudad-Garra hacía la función de centinela de la región y como tal atalaya dominaba el paisaje.
–¿Eso es Ciudad-Garra? –Preguntó Ermis.
–Sí. Eso es –contestó Sebral admirando el paisaje.
–Impresionante, ¿verdad? –Le preguntó Thomas sin recibir respuesta.
–Venga, vamos –ordenó Shárika.
El camino parecía llevarles directamente a su destino y, puesto que ya no se encontraban en Ákrita, Shárika decidió continuar por él para poder avanzar más cómoda y rápidamente.
A medida que iban avanzando los caminantes pudieron comprobar que la superficie, que al principio habían apreciado llana, era en realidad una sucesión continua de lomas entre las que circulaban pequeños ríos como si una extensa red de canales de agua hubiera caído del cielo.
De vez en cuando estos ríos formaban pequeños lagos hermosamente adornados por la vegetación local que servían como abrevadero de la fauna local. En uno de ellos pudieron ver como una manada de lobos saciaban su sed sin importunarles su presencia, ajenos a toda distracción.
–¿Cómo es posible? –Empezó a preguntar Saera.
–En Xhantia, princesa, los lobos son adorados en la misma medida que los dioses. De hecho, cada clan adora a un lobo en particular. Así tenemos el clan del lobo blanco, el del lobo gris, o el lobo pardo, o tuerto, etcétera...
–O el lobo muerto de hambre –interrumpió Thomas.
Saera le miró y después volvió a preguntar a Sebral:
–Si un lobo mata o ataca a alguien del clan, ¿no le cazan?
–¿No atacarías tú a un dios que pretende acabar contigo?
–Sí, claro.
–Pues ellos también.
Poco después, dos o tres lomas después, Saera tuvo una de las mayores sorpresas de su vida. Un animal; de unos dos metros de alto por tres de largo, cuadrúpedo, con una piel parda y poderosas piernas para soportar su tonelada y media de peso, pastaba cerca del camino con su enorme mandíbula. Unos ojitos tiernos invitaban a acariciarle como si de un perrito faldero se tratara.
–¿Puedo? –Rogó la niña.
Sebral miró a Shárika en busca de consejo y ésta asintió con la cabeza.
–Nos vendrá bien otro pequeño descanso.
Ya estaban cerca de Ciudad-Garra y, al desconocer que tipo de recibimiento les esperaba una vez allí juzgó que era mejor llegar lo más frescos posibles.
Los legionarios se dejaron caer al suelo junto a su equipaje mientras que Sebral se acercó a Saera para indicarle como debía de darle de comer al baski.
–Huele mal –protestó Saera arrugando la nariz.
–Como casi todo en esta vida, princesa.
–Sebral, ¿cómo es que está suelto el ganado estando tan cerca los lobos? –Preguntó Ermis.
–Buena pregunta, ¿por qué no se la preguntas a él? –Le contestó indicando con su bastón a un pastor que acababa de llegar.
Al verlo los soldados saltaron en el suelo para ponerse en guardia pero el gesto apaciguador de la mano de Sebral les invitó a relajarse.
–Saludos viajeros. Soy Brásor, del Clan Lobo Gris –dijo el pastor en Xhanes.
Saera tuvo que reprimir la sonrisa que le producía oír hablar en ese idioma.
–Saludos Brásor, soy Sebral, hijo de Seb, de Ákrita –le respondió en su mismo idioma–. Espero no haberle importunado, mi alumna nunca había estado cerca de uno –dijo indicando al baski– y no la he podido contener.
–En absoluto. Si de tan lejos venís es normal que sienta curiosidad por aquello que le es desconocido. Además, todavía está en edad de serlo, ¿verdad pequeña?
–Y que lo diga –Soltó Jhiral en Magen.
–Pero cariño, otra vez tendrá que ser –le dijo a Saera acuclillado frente a ella–. ¿Ves esas nubes al fondo?
El grupo miró allí donde indicaba el pastor, unas nubes venían del este prometiendo problemas.
Saera asintió.
–Pues indican que viene una tormenta, y me lo tengo que llevar a casa antes de que llegue aquí. Lo siento de veras pequeña.
–Vaya.
–Y a ustedes, vayan donde vayan, les aconsejo que se marchen ya y se pongan a cubierto. Un poco más adelante, en la encrucijada antes de Ciudad-Garra, hay unas cuevas junto al camino que bien les pondrían servir de refugio.
–Muchas gracias, creo que seguiremos su consejo –le dijo Sebral.
–Hasta luego, que los lobos les guarden –se despidió con el saludo tradicional de la región.
Saera tristemente vio como el pastor se llevaba al baski a lugar seguro.
–Ya habéis oído –dijo Shárika poniéndose en pie–, hagamos lo que ha dicho y pongámonos en marcha también.
–Ruego porque no lleguemos nunca –apostilló Ermis.
Pronto se pusieron en marcha acelerando considerablemente el paso y a los pocos minutos toparon con una encrucijada de caminos; en ella dos anchos caminos se dirigían uno al este y otro al sudoeste, mientras que un tercero, más estrecho, continuaba recto, directo a Ciudad-Garra.
Pese a la desilusión y desespero de Ermis tomaron el camino más estrecho y cuando las primeras gotas empezaron a caer ellos ya estaban a las puertas de la ciudad.
La entrada a la ciudad en realidad constituía en un enorme portalón de doble hoja, forjada en hierro, de seis metros de alto por ocho de largo, en forma de medio arco. Este portalón se situaba enclavado dentro de una gigantesca gruta, excavada a los pies del promontorio rocoso en el que se asentaba la ciudad, siendo ésta el único lugar de paso a la sede de los Espectantes. La gruta se abría allí donde la pendiente era menos pronunciada. Un examen exhaustivo de Shárika le reveló unos pequeños, y casi imperceptibles, agujeros a lo largo de la ladera que ejercían de tragaluces.
–Y bien, ¿ahora qué? –Preguntó Thomas.
–Llamemos –dijo Shárika. Y con la empuñadura de su espada golpeó dos veces en la puerta.
Un eco metálico resonó de las profundidades de la roca sorprendiendo a los viajeros.
Esperaron.
Sin recibir respuesta Ermis aprovechó para decir: –Parece que no nos hacen caso. ¿Y si seguimos nuestro camino?
–Quieto ahí –le ordenó Shárika cuando éste ya había empezado a avanzar. –Volveremos a intentarlo.
Y uniendo sus palabras a los hechos volvió a golpear el portalón metálico provocando el temido eco. Acto seguido un terrible estruendo sonó justo al lado de ellos; engranajes rechinando ensordecían la entrada. De pronto las puertas se abrieron lentamente y entre ellas una cabeza deforme apareció por ella bramando: –¿Quién osa perturbar la paz de este lugar? ¿Quién es el necio que arriesga su vida llamando a la puerta de la ciudad?
–Hum –mugió Sebral–. Solamente unos viajeros que extrañan vuestras costumbres y os piden asilo ante las inclemencias del tiempo.
La cabeza deforme cruzó el portalón enseñando el resto del cuerpo. El portero, o guardián, era un pobre jorobado, calvo y tuerto a raíz de una espantosa cicatriz en el ojo derecho. En su dentadura faltaban más dientes de los que tenía y la mitad del rostro mostraba una terrible quemazón que el tiempo y los remedios de los curanderos no habían logrado ocultar.
Aquel engendro les estudió despiadadamente mientras el grupo soportaba la lluvia.
–Así que viajeros, ¿eh? Está bien. Seguidme y veré si os dan asilo.
Una vez estuvieron todos dentro el jorobado se giró para avisarles.
–Pero cuidado. Si por casualidad se os ocurre asaltarme, primero debéis saber que no estamos solos –dijo indicando con sus manos unas pequeñas aberturas en la roca, que se distribuían a lo largo de la cueva.
Shárika pudo observar movimiento a través de ellas. «Más guardias», pensó.
–Descuidad.

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