martes, 7 de noviembre de 2017

3.9 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.9

«Los fugitivos intentan pasar desapercibidos pero las circunstancias obligan y no todos los caminos ayudan: algunos son peligrosos y otros mortales.»


Poco después continuaron avanzando colina abajo, el camino en lugar de mejorar se volvía cada vez más estrecho e intransitable como muestra del deterioro formado a raíz del olvido de los hombres. Como recompensa a sus penurias el grupo podía disfrutar del espléndido paisaje que les mostraba el bosque salvaje, en el que de vez en cuando grandes rocas asomaban entre los árboles y la frondosa vegetación dándole un aire más primitivo aún al sotobosque. Pequeño consuelo para aquellos que lentamente avanzaban hasta la falda de la montaña. Y conforme iban avanzando las rocas iban creciendo convirtiéndose en grandes peñascos que con sus extrañas formas iban ganando terreno al bosque. A medida que esto sucedía el camino se ensanchaba facilitando el descenso.
Mientras todos vigilaban posibles peligros Saera disfrutaba imaginando inverosímiles figuras en las formas rocosas. Fue ella la que se dio cuenta de que llegado a un punto el riachuelo, ya convertido en río por la afluencia de distintos arroyos vecinos, era dividido por la incursión de un canal artificial en su orilla.
–Deberíamos seguir el canal –sugirió Jhiral–, seguramente nos llevará a una zona poblada.
–Mientras no sea Ciudad-Garra –pensó Ermis.
–Continuaremos por el camino, tal y como estaba previsto –comunicó Shárika.
–Pero si seguimos el canal llegaremos a algún poblado, o alguna zona civilizada –continuó Jhiral–; parece una acequia para el riego o algo así.
–Es posible, pero parece que nos desvía de nuestro camino –dijo Sebral. –Opino que deberíamos seguir el camino que nos habíamos marcado.
Por un instante Shárika pareció dudar, observó las dos rutas posibles: A su izquierda, el canal se perdía por el este atravesando el bosque con rumbo desconocido; enfrente, el camino a seguir continuaba su descenso a través del curioso conglomerado de rocas.
–Continuemos por el camino –ordenó.
–¿Por qué? –Irrumpió Ermis.
–Porque desconocemos su destino y aquello que pudiéramos encontrar por ella. No quiero correr riesgos, el camino es más seguro, ¿está claro?
–Cristalino.
–Faltan pocas horas para el anochecer, deberíamos darnos prisa –avisó Sebral.
–Continuemos. Ciudad-Garra no debe de estar muy lejos –Ordenó Shárika.
Dejaron atrás la acequia. Descendieron por un paso entre dos enormes promontorios rocosos como si andaran por el fondo de un desfiladero. Al final de éste desembocaba en otro desfiladero más estrecho. Ermis se acercó cautelosamente a la intersección y después de observar detenidamente las señales en el suelo dijo: –¡Alto! –Y con un gesto de su mano le indicó a Shárika que se acercara a él.
–¿Qué sucede? Como sea una treta para...
Pero el serio rostro del soldado le indicó que no lo era.
–No te acerques más –indicó Ermis.
El resto del grupo aguardaba detrás de ellos, que se encontraban a escasos metros de la intersección.
–Observa. Conforme hemos ido descendiendo es cierto que la vegetación ha ido desapareciendo pero siempre ha estado ahí, si bien en forma de arbustos o de hierba; pero mira –indicó al suelo–, la hierba desaparece para dejar desnudo el suelo y los arbustos de alrededor han desaparecido. Hecha un vistazo al cruce y no verás rastro alguno de vegetación.
Shárika hizo lo que le sugería Ermis y comprobó que así era: el nuevo desfiladero a seguir se ofrecía completamente desnudo, sin ni siquiera el manto de tierra sobre el suelo a pisar, parecía que a la tierra le hubieran arrancado la piel para dejar el hueso desnudo al Sol.
–Es un desfiladero, seguramente en la estación de lluvias los ríos desbordados arrasan todo lo que encuentren en él.
–No –negó él–. Desde cuando la estación de lluvias es eterna. Observa y verás.
Arrancó un puñado de hierba de alrededor y la lanzó al cruce. La hierba voló perdiéndose a la vista.
–¿Viento? –Preguntó casi ofendida Shárika.
–Viento no. Mucho viento, un huracán.
Al decir esto, como si los dioses quisieran apoyar la teoría de Ermis un viento huracanado pasó encañonado por el cruce produciendo un gran estruendo. Ermis cogió una piedra de tamaño más que respetable y con fuerza la arrojó al desfiladero. La piedra no alcanzó al suelo como debería haber sido sino que el viento la robó de su trayectoria para proyectarla disparada al final del nuevo desfiladero, haciéndola desaparecer tan rápido de su campo de visión que Shárika empezó a pensar que no la habían llegado a arrojar.
–¿Ves?
Después de deliberar por breves instantes Shárika asintió y dijo:
–Esta claro que por ahí no podemos continuar. Parece que después de todo vas a ver cumplido realidad tu deseo, continuaremos por la acequia; a ver a donde nos lleva.
Obligados por las circunstancias retrocedieron para localizar el canal y acompañarlo a su destino. Se internaron con él en el bosque; en donde apenas traspasaba la luz del día en finísimos rayos de luz. Los legionarios anduvieron cautos y vigilantes mas ningún animal u oculto enemigo les salió a su paso. El viaje transcurrió pues tranquilo con el apacible murmullo del paso del agua a sus pies.
Llegaron al final del bosque, y lo que parecía ser también el fin de la montaña; pues una muy pronunciada pendiente se mostraba ante sus ojos para terminar en una llanura que a ojos vista no parecía tener fin, a excepción de una pequeña colina situada a unos cien metros en cuya cima se asentaba una pequeña aldea.  La acequia salvaba el desnivel del pequeño abismo situado ante ellos mediante el uso de un espectacular acueducto, muestra de tiempos mejores, para llegar a la aldea que parecía ser su fin.
–Parece ser que nuestro camino a seguir pasa por él –observó el anciano maestro indicando el acueducto.
–¿Por ahí? –Preguntó Thomas.
–Hay un buen desnivel –indicó Jhiral asomándose al vacío.
–Sí. Eso parece –dijo Thomas con voz temblorosa–. No irá en serio, ¿verdad?
–¿Por qué?¿Tienes miedo? –Preguntó divertida Saera.
–Pues resulta que padezco vértigo, pequeña diablo.
–Vaya, es la primera vez que veo que tengas algo más que hambre –dijo asombrado Jhiral.
Shárika y Ermis se retiraron del grupo para deliberar.
–¿Durante el viaje has visto algún otro paso o camino que pudiéramos seguir?
–Me temo que no –contestó Ermis vislumbrando lo que le preocupaba a su sargento. En el momento que empezaran a cruzar por el acueducto se pondrían al descubierto y expuestos al peligro de una emboscada. –Creo que sólo podemos seguir.
–Me lo temía.
Se volvieron a reunir con el grupo.
–Seguiremos por el acueducto –le dijo a Sebral al pasar junto a él–. Preparaos para lo peor.
El grupo se dispuso a continuar, Ermis abriría la marcha seguido por Thomas, Sebral con Saera, Shárika y Jhiral en la retaguardia.
Anduvieron cautamente por el estrecho puente mientras los ojos de cazador de Ermis escudriñaban la aldea en busca de posibles signos de emboscada.
–¡Eh Thomas, ya sabes, no mires abajo! –Le dijo Saera.
Haciendo caso omiso el aludido miró abajo produciendo como resultado un pequeño vahído.
–Muy graciosa.
Saera estalló en carcajadas pero la mano fuerte de Sebral fue rauda a su boca para mantenerla cerrada.
–Sss –susurró.
Ella pareció entenderlo pues el resto del camino permaneció en silencio hasta que llegaron a la aldea. Construida en forma radial de cuyo centro, en donde se situaba la plaza, surgían como aspas las diferentes callejuelas en donde habitaban cada uno de sus lugareños. Las casas estaban construidas con madera, de no más de dos pisos acabadas con un tejado en forma de cuña con predominio de tejas negras, que a simple vista parecía ser de pizarra. La plaza, como en todas las aldeas, hacía la función de mercado del lugar y cuando llegaron parecían estar recogiendo los tenderetes señalando el fin de la jornada, aunque a los ojos de Jhiral parecían hacerlo con más presteza de lo que debería ser la habitual.

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