sábado, 21 de octubre de 2017

3.4 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 3 p.4

«Quizás un agradable paseo por el bosque era mucho pedir. Las espadas vuelven a danzar y la sangre de los enemigos regará el camino.»

Sin previo aviso una larga mancha negra saltó de la espesura en dirección al cuello de Thomas. Una flecha la alcanzó en pleno salto derribándola a los pies de Jhiral. El cuerpo inerte de una pequeña bola peluda, negra como el carbón, con largas piernas y afiladas uñas en sus garras, yacía inerte junto al legionario. De su boca hocicada, adornada con dos hileras de afilados dientes, manaba su sangre putrefacta apestando al instante el ambiente. Los legionarios giraron en redondo. En el bosque pudieron ver al arquero, perteneciente al ejército de los muertos.
–Gracias –consiguió articular Thomas.
–¿Cómo lo haces muchacho? Todos los malditos bichos de este bosque parecen ir contra ti. –Le preguntó Jhiral.
–Piérdete –fue la contundente respuesta.


Continuaron avanzando, sin tomar descanso alguno  pese a las protestas de Saera. Y mientras avanzaban pudieron comprobar como en la espesura aparecían seres de todo tipo para observarles. Quizás atacarles: Un espectro de medio cuerpo, sin piernas, con un torso desecho y cuya cabeza era la de un carnero. Una especie de tigre gigantesco que andaba sobre sus patas traseras. Un ser viscoso procedente de algún pútrido pantano del interior del bosque. Varios bichos compañeros del anterior derribado. Todo un grupo de grandes simios con enormes incisivos cuyos ojos inyectados en sangre miraban fijamente a Thomas. Parecían esperar a la señal oportuna para pasar al ataque.
Un árbol cayó en el interior y un gran animal surgió al galope derribando más árboles a su paso en dirección al grupo. Éste se preparó para el ataqué. Al final apareció y lo pudieron ver bien: Un cuadrúpedo el triple de grande que un caballo. Patas más cortas pero mucho más anchas y poderosas. De cuello corto rematado en una gran cabeza con una enorme y amenazante boca –Thomas sólo veía dientes–. De piel gris sin pelo que la cubriera. Una gran mole de dos toneladas directa a ellos.
Por sus flancos tres jinetes muertos montados en sus esqueléticos corceles le atacaron derribándolo, no sin pocas dificultades, antes de alcanzar el camino.
–El bosque mismo se revela en contra de los dictados de su señor y el rey en persona debe procurarnos protección contra sus criaturas –dijo Sebral.
–Entonces lo mejor será que no perdamos más el tiempo. ¡Andando! –Ordenó Shárika.
Continuaron avanzando hasta poder alcanzar con la vista el fin del bosque. Más allá el Sol regaba con sus rayos la verde pradera que prometía un dulce descanso. El Errante frenó sus pasos poniéndose al final del grupo. Una vez detrás de todos desenvainó sus dos katanas y gritó:
–¡Continuad! ¡No miréis atrás!
Pero todos se volvieron. Detrás del Errante pudieron ver como el camino había vuelto a su estado natural; estrecho, angosto y lleno de curvas.
–¿Qué pasa? –Preguntó Shárika.
–¡Corred ya! –Gritó de nuevo el Errante.
Detrás de él una gran bestia como la anterior apareció derribando los árboles, como si el intrincado trazado del camino no fuera con ella. Y luchando con ella varios soldados con sus monturas. Acompañándoles a todos, los grandes simios también querían parte del apetitoso pastel.
Fue Saera la que gritó. Rápidamente los poderosos brazos de Jhiral la alzaron para correr más deprisa. Todo el grupo corrió hacia la salida a excepción del Errante, el cual dio media vuelta para enfrentarse a las bestias. Sebral pudo observar como el resto del ejército del Rey Vidom atacaba de pleno la estampida mientras intentaban proteger al grupo de todos los atacantes que les salían a su paso.
Para la mayoría del grupo fueron los peores cien metros de su vida, corriendo mientras esquivaban las zarpas de algún animal o espectro y esquivando, también, las flechas que lanzaban los esqueletos para defenderles. A través de esta lluvia de flechas y garras consiguieron alcanzar la pradera milagrosamente intactos. El Sol acarició sus rostros y cayeron rendidos sobre la hierba.


–¿El Errante? –Preguntó Saera cuando Jhiral la soltó después de recuperar el aliento.
Volvieron a clavar su vista en el bosque. En el camino el ejército del Rey Vidom luchaba contra las bestias dándoles muerte una a una. Podían ver como a los simios se les habían unido lobos, los más grandes vistos, serpientes y esas especies de bolas peludas con grandes dientes y garras. Rápidamente su sangre pasaba a formar parte del suelo por la acción del acero. El propio Errante repartía mandobles contra las bestias mientras se dirigía hacia sus compañeros andando por el camino. Los viajeros lo pudieron ver, pero no lo podían oír. Ningún sonido manaba del bosque.
Al llegar junto a ellos el Errante limpió con un paño la espesa sangre que adornaba el filo de sus espadas. Luego las guardó.
–¿Algún herido?
Todos negaron.
–¿Cómo sabías...? –Empezó a preguntar Shárika.
–Lo oí.
–Yo no oí nada, ¿y tú Ermis? –Preguntó Jhiral.
–No. Yo no.
–No importa –acalló Sebral–. Creo que ha llegado la hora de despedirnos, ¿no es así?
–Sí. Así es –respondió el Errante.
–¿Cómo? –Preguntó Thomas.
–Entonces, era cierto. Te vas –dijo Shárika.
–Lo era, en efecto –le dijo el Errante.
–Creía que nos ayudarías en el viaje –dijo Ermis consternado.
–No pongáis esas caras. Os he ahorrado pasar bajo el Alcázar de la Encrucijada, ¿verdad?
–¿Escuchaste? –Preguntó Jhiral.
–Todo.
–Vaya.
–Sebral, viejo amigo –se despidió dándole un fuerte abrazo–. Ha sido un placer veros de nuevo.
–Lo mismo digo.
–Estamos en lo alto de la Cordillera Pétrika. Más allá –empezó a explicar señalando a su izquierda–, al noreste, se encuentra el Valle de los Reyes. Vuestro camino sigue esa dirección –señalando ahora al frente, a unas rocas pulidas por el viento que se mostraban encima de una pequeña ladera–, detrás de las rocas encontraréis el nacimiento de un río y, si la memoria no me falla, no deberíais encontrar dificultad alguna para llegar a los verdes valles de Xhantia. Por el contrario, mi camino me lleva al sudoeste, al Paso de Copro.

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