sábado, 16 de septiembre de 2017

2.13 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 2 p. 13

«La conexión mágica con su criatura es algo más física que lo que Sylvania desearía, incluso más dolorosa.»


Sylvania gritaba de rabia y dolor en la soledad de sus aposentos. Sentada sobre una silla de madera arqueaba su cuerpo para hacer frente al súbito ataque de dolor. Durante dos eternos minutos gritó presa de él pero nadie se atrevió a interrumpir en sus aposentos para socorrerla; tal era el miedo de sus sirvientes que ninguno quería desobedecer su última orden. Los gritos sonaron por toda la estancia, traspasando puerta, portales y portalones para propagarse por todo el castillo y extender el miedo entre sus acobardados habitantes.
El castillo se situaba en un promontorio de la Cordillera Numex. La cual servía como frontera natural al norte entre el reino de Ákrita y los salvajes de los Territorios del Norte.
Construido de negra roca, natural de las canteras de la zona, el castillo de Nebuk había servido de hogar y refugio de la familia Eneiro.
Bajo el mando de esta familia la región de Vakria se convirtió en la protectora natural del reino de Ákrita frente a las continuas incursiones de los bárbaros norteños. Los componentes de la familia alternaban su ferocidad en la guerra con la más amplia ilustración y cultura, pues no en vano se encontraban a pocos kilómetros al oeste de la Universidad.
Los descendientes del legendario Nebuk Eneiro siempre habían gozado de una gran respetabilidad entre sus gentes llegando a alcanzar una alta posición en la corte, pero con el paso de los años los norteños redujeron sus infructuosos ataques y la gran clase guerrera perdía su fuerza entre los libros generación tras generación. Pero, pese a todo, el antaño glorioso castillo de Nebuk permanecía siendo símbolo de pasadas glorias y la familia, aún respetada y gobernante de la región, se encargaba de que no cayera en el olvido.
Pero no era admiración por su señora lo que ahora sentían. Era de dominio público que era ella la que mandaba en el castillo y por extensión en Vakria, pues fácilmente manejaba a su marido para conseguir sus propósitos, permaneciendo ciego éste frente a la sangre derramada dentro de sus muros y las fiestas de su mujer con sus amantes en sus aposentos.
Mas Sylvania permanecía sola ahora. El eco de sus gritos se había extinguido y su garganta no permitía quejido alguno. Las lágrimas de dolor resbalaban sobre su bello rostro; su túnica de transparente seda negra permanecía pegada a su perfecto cuerpo por la acción del sudor y el medallón de su pecho subía y bajaba a causa de su respiración forzada.
Medio adormilada por el esfuerzo Sylvania meditaba su situación. Nunca hasta ahora su relación con sus creaciones había sido tan estrecha. El repentino dolor que le había embargado era algo nuevo, inesperado. Ahora sabía lo que sentía un jugger al morir, y no quería volver a sentirlo. Necesitaba cambiar eso. Sylvania era también lo suficientemente inteligente para reconocer sus propios errores; era fácilmente irritable y enseguida tomaba el control de su criatura. Y ese error no se lo podía permitir. Necesitaba variar el hechizo de creación para crear un jugger más independiente, más autónomo, menos ligado a ella pero igual de leal a su creadora. Si lo conseguía podría obtener un ejército sin arriesgar a su gente. Sería la excusa perfecta para convencer a su marido. Necesitarán ese ejército para la guerra que se avecinaba. Y con el Errante en ella podría ser la gran Guerra, «El
Cambio», pensó. Pero ella prefería no enfrentarse al Errante.
Después de su decisión empezó a cavilar sobre la forma de variar el hechizo pero las múltiples variantes embotaban su ya nublada mente y dando un respingo se levantó de la silla de
ébano para acostarse en su mullida cama.

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