sábado, 3 de junio de 2017

1.4 El Errante: las bestias de la guerra. Episodio 1 p.4

«Sebral y los suyos han escapado pero el secreto de su magia ha sido revelado y eso bien le pudiera costar la confianza de los legionarios»

La abadía de Kohlfarg se asentaba sobre un promontorio al norte de la Ciudad de Ákrita en las faldas de la sierra de Telomer. Enclavada en la periferia del próspero barrio de nobles se encontraba rodeada de lujosas mansiones que pretendían rivalizar en pomposidad y belleza con el palacio real. Sin embargo la abadía fue construida con la oscura piedra de la sierra y durante trescientos años ha sido sede de descanso y meditación frente a la algarabía que se vivía fuera de ella. Los religiosos pasaban sus días recluidos en su interior venerando a los dioses en su forma más pura; sin efectismos ni ceremonias destinadas a satisfacer la morbosidad del vulgo. Sus grandes salas invitaban a la introspección; el silencio reinante en sus pasillos y celdas sólo era interrumpido por el sigiloso andar de los religiosos y el susurro de sus oraciones.
Pero aquella noche cierta agitación se vivía en las esferas superiores de la abadía; pues a pesar de su aislamiento con el mundo exterior las noticias volaban y quebraban la tranquilidad reinante en sus celdas.
Por ello, cuando las aldabas de la entrada sonaron mancillando la solemnidad de sus salones el abad en persona se vio obligado a tranquilizar a varios de los hermanos presos de un ataque de nervios.
Abrió con cautela el portalón lanzando furtivas miradas a todos los oscuros recovecos de la calle para toparse de frente un rostro de un anciano con más edad de la que delataba su canosa barba y su plateada melena. 
–Acudo a vos en tiempos de incertidumbre como acude el alumno en busca del consejo de su maestro.
El abad, sorprendido, tardó unos breves instantes en reconocer a su viejo alumno.
–¡Sebral! ¿Qué haces ahí fuera muchacho? No es seguro permanecer tanto tiempo al descubierto, ahora no.
–Pido protección; para mí y para el resto de mis acompañantes.
El abad se aventuró a abrir más la puerta para descubrir la presencia de otras seis personas detrás del consejero.
–Rápido, pasad.

–Decidme, ¿es verdad lo que dicen los rumores? –Le preguntó el abad a Sebral una vez dentro de los muros de la abadía.
–En efecto, maestro –le contestó apesadumbrado–. El Rey ha muerto y el palacio está en manos de Ghinmes.
–Vaya –dijo pensativo–, vayamos al comedor y luego os mostraremos vuestras habitaciones. Seguro que la princesa tiene hambre, ¿verdad? –Le preguntó a Saera lo más conciliadoramente que pudo. Pero ésta apenas abrió la boca, buscando refugio detrás de su aya.
En la bienvenida apacibilidad del comedor los refugiados repusieron sus fuerzas meditando los cercanos sucesos.
–No entiendo el porqué –dijo el abad que hasta entonces les acompañaba en silencio –. Ghinmes no tenía motivos para lo que ha hecho, ¿verdad Sebral?
–Quién sabe los motivos que pueden impulsar a un hombre a matar a su hermano. ¿La codicia, la envidia tal vez?
«Es cierto que tenían sus diferencias y discutían bastante a menudo. Pero siempre fue por cuestiones triviales como los impuestos y aranceles. Temas económicos que en absoluto tenían que ver con los poderes que pudieran ostentar.»
–Entonces, ¿qué razón le ha motivado a semejante acto de traición? –Preguntó la aya.
–Cálmese buena mujer –le aconsejó el abad con su mejor sonrisa–, pues me temo que no sea él el responsable de tal infamia.
–¿Qué quiere decir? –Preguntó Thomas con la boca llena.
–¿Conoces a Ghinmes, muchacho? –Le preguntó Sebral.
–No –respondió dubitativo.
–Yo sí. Se le puede acusar de un montón de cosas; estúpido, engreído, soez, rastrero y cobarde. No le creo capaz de reunir el suficiente valor para hacer lo que ha hecho.
–Vaya, pues lo ha hecho, ¿no? –Increpó Jhiral.
–Sí lo ha hecho. ¿No puedes hacer uno de tus truquitos de magia y adivinar la razón? –Preguntó Thomas irónicamente ganándose un grito de Shárika.
El abad observó a Sebral asustado. Sabía perfectamente que su discípulo era uno de los magos más poderosos del reino y por esa razón siempre lo habían mantenido en secreto. El odio ancestral hacía los magos no atendía a razones.
–No es conveniente reírse de lo que no se entiende –le espetó Shárika a Thomas.
–¡Es un maldito mago!
–¡Le debes la vida! –Le gritó Jhiral.
–¡Callaos! –Ordenó Shárika–. Olvidareis ese detalle para siempre. ¿Está claro?
Ante el asentimiento de todos los legionarios el abad bufó más tranquilo.
Como si nada hubiera pasado Sebral continuó hablando:
–Creo que lo más conveniente será partir hacia Lican. Para que Saera pida protección a su padrino el Rey de Lican.
–No, no quiero ir –protestó ella.
–Debes ir cariño –le dijo su aya–, aquí no estás segura y si te descubren te matarán, nos matarán a todos.
–¿Nos acompañareis? –Preguntó Sebral a los legionarios. 
Estos miraron expectantes a Shárika.
–El asalto a palacio, el asesinato del Rey y la protección de sus vástagos no es asunto de la legión. Deberíamos consultar con nuestros superiores en nuestra sede, pero... no entiendo que algo así haya podido ocurrir sin que ellos lo supieran.
«Desconozco la postura de nuestra sede aquí pero creo que lo más seguro sería ir con vosotros a la sede de Lican y comunicarles las nuevas de primera mano.»
–Está claro, entonces iréis juntos –sentenció el abad esperanzado.
–Yo no –interrumpió la aya–. Yo no iré. No resistiría un viaje así.
–Por favor, aya, ven con nosotros –le rogó la princesa.
–No cariño, no iré.
–¡Te lo ordeno! –Le gritó Saera.
–No te debo obediencia cariño. Se la debía a tu padre, y ahora...
–Si lo deseáis os podéis quedar aquí –le ofreció el abad–, en una abadía hay mucho que hacer y nunca viene mal una ayuda más.
–Muchas gracias, acepto gustosa su ofrecimiento.
–Perfecto, entonces somos seis para tan largo viaje –anunció Shárika.
«Ahora queda otra cuestión: hay tres caminos para ir a Lican; el primero por el este, bordeando la Cordillera Pétrika y cruzar la frontera para atravesar las praderas habitadas por los jinetes de la guerra, fieles devotos a Sark, dios de la guerra.
»El segundo; también por el este para girar a medio camino hacía el sur y atravesar la Cordillera Pétrika por el Desfiladero de Nebra –una ratonera que estará fuertemente vigilada- y cruzar el Valle de los Reyes para llegar a Xhantia y de ahí a Lican.
»Y el tercero; dirigirnos al sur, pasar la Encrucijada para alcanzar la frontera con el reino de Xhantia y cruzarlo de principio a fin para alcanzar Lican.
»Ten claro que todos los pasos estarán fuertemente vigilados y seguramente os estarán buscando –le dijo a Sebral señalándole a él y a la princesa.
–Cierto es. Nada claro podemos elegir.
–En eso quizás yo os pueda ayudar –anunció el abad.
–¿Cómo, maestro?
–Sí, ¿cómo? –Le preguntó Shárika.
–Mucha gente desconoce la existencia de un río subterráneo que discurre por debajo mismo del río Ilunor. Os llevaría sin contratiempos hasta la mitad del camino hacia la Encrucijada, aproximadamente una jornada antes del Puesto de Ghenk, y después podrías ir a Xhantia.
–Eso nos evitaría la mitad de los problemas que podríamos encontrar –dijo Jhiral.
–O más –apuntó Thomas.
–Y tú, ¿qué opinas? –Le preguntó Shárika al callado Ermis.
–Creo que cuantos menos debamos afrontar mejor, pero la decisión es suya, señor.
–Yo también lo creo. ¿Y vos? –Le preguntó a Sebral.
–Pienso que todavía nos quedaría pasar frente el Alcázar de la  Encrucijada pero es más seguro eso que el Desfiladero de Nebra o las praderas de los jinetes de Sark.
–Parece ser que están todos de acuerdo. Está decidido; dormirán aquí esta noche y mañana por la mañana partirán por el río Sub-Ilunor, como a nosotros nos gusta llamarle.

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